22/04/2009

Daniel es...

Como cada mañana, Daniel se levanta solo, aturdido, incrédulo y sin saber dónde está. Daniel fue un niño curioso, solitario y tranquilo; Daniel es un hombre curioso, solitario y tranquilo. Cada noche piensa que sale a cualquier bar, le dice a cualquier mujer de la barra «oye, cariño, vamos a mi departamento que esta noche no dan nada interesante en la tele», y ella le contesta «claro, nene, vamos»; pero al final se levanta solo, aturdido, incrédulo y sin saber dónde está. Daniel piensa a veces que la vida vale la pena con un poco de cafeína, pero cuando se sirve el primer whiskey del día ya todo se acabó y piensa que en los bares hay mujeres esperándolo y que no dan nada interesante en la tele. «Al fin y al cabo –piensa– nunca hay nada interesante en la tele».

A estas alturas, los que no conocen a Daniel, pueden pensar que no vale la pena dar ese gran salto de fe para llegar a conocerlo; tal vez tengan razón. Pero resulta que entre ese niño curioso, solitario y tranquilo, que era y el hombre curioso, solitario y tranquilo que es ahora, hubo un momento en que dejó de ser solitario y tranquilo... fue culpa de la curiosidad que volvió a ser solitario. Si me preguntan, yo les puedo contar que no fue sino hasta mucho después de que comenzó a ser solitario nuevamente, que reconoció que nada podía hacer y volvió a ser tranquilo; claro que menos tranquilo, menos curioso y, sobretodo, menos solitario que antes. –No, señor lector, Daniel no volvió a ser lo que era antes; nadie vuelve a ser lo que era antes–. Daniel es ante todo un ser indescifrable, más que nada cuando prefiere el café y no el whiskey. Hubo un tiempo donde Daniel tomaba para no recordar que había sido curioso, solitario y tranquilo, pero ahora lo hace por no recordar que un día no fue solitario –¿Por qué me interrumpe así? Ya le dije que Daniel no era lo que fue, es decir, ahora bebe para olvidar y no por no recordar–.

Yo siempre he mirado a Daniel por una ventana, por curiosidad, por casualidad y por no abandonarlo. Cada que lo miro, él parece darse cuenta porque agarra su cuaderno para garabatear y escribe poemitas melancólicos y mediocres. Una vez me dio por secuestrarle el cuaderno y noté que debajo de un par de hojas de poemas mal escritos e insípidos, había lo que podría denominarse un intento de novela. «Novela escrita por un novel», así comenzaba. Pero cuando iba como por el tercer renglón del segundo párrafo, Daniel arrancó subitamente esa hoja y me dejó con esa extraña curiosidad de saber lo que iba a pasar sin querer saberlo; ese día comprendí que Daniel guardaba secretos conmigo, me decepcioné de él y prometí no mirarlo más, pero ya ven, uno casi nunca cumple sus promesas. Estos últimos días no han sido fáciles para él –¿para quién sí lo son?–, sobretodo desde que su último intento por abandonar su vida solitaria, terminó en una serie de orgasmos aburridos y de una mezcla de sudores en su cama; una vez, después de que ella, una de tantas, se marchó, lo vi llorando solo.

Daniel se cansa de que lo describa, porque siente que lo hago mal y que, en definitiva, yo no podría contar lo que es él. En primer lugar porque ni él mismo se sabría definir y en segundo lugar porque yo también estoy solo. Según él, en mi imaginario yo me proyecto en él, me personifíco y lo hago más solitario, más curioso y más tranquilo de lo que en realidad es. «¡Solitario no quiere decir solo, ignorante!» me grita desde el sillón, ya sabe que estoy escribiendo sobre él. Bueno, la verdad, Daniel, no está solo, es solitario por gusto y porque a veces la gente lo aburre. –¿Cómo Lector? Yo no me dejo manejar por él sólo porque escriba lo que él quiere, es su vida, yo no puedo contarla como a mí se me venga en gana. ¿Pero cómo quiere que le cuente a todos que a Daniel lo aburre la gente que no se parece al amor de su vida? ¿No ve que si cuento eso, Daniel, se para del sillón y me deja solo describiéndolo?–, cada vez es más complicado escribir sobre Daniel, por un lado lo tengo a usted, lector inconforme con mi escrito, y por el otro lado está Daniel enojado porque yo no sé explicar bien la diferencia entre solitario y solo.

Daniel se enoja cada vez más conmigo porque no soy lo que él esperaba, «sos un asco de escritor, ni describirme podés», me dice mientras agarra su guitarra para tocar alguna canción que me sirva de inspiración; en el fondo, él me compadece y lamenta haberme dicho que soy un asco de escritor, lo sé. «Mirá, si querés lo dejamos así, vos mandá lo que tenés y ya está, que todos piensen que yo soy curioso, solitario y tranquilo, está bien para mí», me dice resignado; él sabe que se me acaban las palabras para describirlo así como es, porque las palabras no lo cuentan todo –ni mucho menos voy a poner una imagen de él, ¿quiere que de verdad no me vuelva a dejar dirigirle la palabra? Daniel es así, duro conmigo y tranquilo con los demás–.

«Basta, hasta aquí llegamos vos y yo. No me imagino si así te esforzás por hacerme quedar bien, cómo será hablando mal de mí. Aquí escribe Daniel, el mismo que este narrador de medio pelo describe como curioso, solitario y tranquilo. Me tocó tomar las riendas de este escrito por obvias razones: se le salió de las manos, no es su culpa», pero Daniel, yo estaba describiéndote, «¡pero no como soy! Ese es el problema. Vos me describís como te da la gana y reflejás tu realidad, ya te lo dije. Ahora callá y mirá cómo se escribe de una vez por todas...». No lo dejé terminar, ¿quién se cree que es? Ya está, ya me levanté del sofá, tiré la guitarra y agarré las llaves para irme a cualquier bar: nunca pude soportar eso de Daniel, a este paso se va a morir curioso, solitario y tranquilo.

Daniel.

6/04/2009

De cómo empezó todo (fragmento)

«Está bien, ella se fue, no va a volver», me dije, tratando de calmarme mientras la veía huir de mi vida en medio de la gente del paseo Florida. Esta era la cuarta vez que ella se iba y me gritaba que era la última vez; también era la cuarta vez que yo me sentía un poco deshecho, un poco desecho. Pero, esta era la última vez, «es la última vez», le dije a la joven que atendía el kiosco donde compré los Phillip Morris. «Pues, me parece muy bien: fumar mata», dijo ella sacándome de mis enredos sentimentales. Caminé un poco, llegué a Carlos Pellegrini y me senté en cualquier café. Mientras esperaba mi cerveza, prendí el cigarrillo, dejé que el humo penetrara mis pulmones mientras buscaba la solución, ¿era ella realmente a quien yo necesitaba o no me quería sentir solo?

Daniel.

3/04/2009

Dr. Corazón… Autoterapia

Cuando me levanté esa mañana, me quedaban tan sólo diecisiete minutos y cuarenta y nueve segundos para completar mis tareas matutinas antes de ir al banco –en el tiempo promedio– sin que este cerrara. Me paré de sopetón y me bañé como pude. Luego de secarme y de vestirme, me miré al espejo y, después de lavarme los dientes, noté que cuando me reía, me dolía. Dejé pasar este hecho, como muchos otros que dejo pasar en mi vida, y no pensé en él más. Eso fue hace casi un año. No es capricho mío contarles esto, ni siquiera me hubiera acordado si no me hubiera visto hoy al espejo y hubiera notado que al sonreír, me dolía. Y es que, haciendo memoria, hace muchos meses que vengo oyendo chistes de las mejores calidades –verdes, negros, blancos– y cuando alcanzo a esbozar una sonrisa, por dentro me duele. Es un tirón que va desde el estómago, el cual hace que me encorve un poco y que frunza el ceño, como si de repente el chiste no me gustara o yo tuviera una mejor versión. «Esto ya se pasó de castaño a oscuro», le dije una vez a un odontólogo que me examinó, él dijo que yo no tenía nada raro, que necesitaba sólo una ortodoncia pero que no tenía por qué dolerme, pero yo le seguí diciendo que esto se había pasado de castaño a oscuro hasta que él salió por la puerta del consultorio para llamar a la seguridad –o al manicomio–.

A modo de diario, este texto lo empecé hace un par de días y lo continué no más porque ayer, mientras le contaba a una amiga mi dolor cuando me reía, ella me miró a los ojos dulcemente y me dijo «yo te puedo arreglar eso». Acto seguido me besó, me acarició el cabello suavemente y me dijo «dime si te duele ahora»: la sonrisa fue natural e indolora. Corrí emocionado al baño para mirarme y sonreí como un demente delante del espejo del baño, «¡Puedo reír, no me duele, puedo reír!», dije en mi locura. Cuando salí del baño ya mi amiga se había ido, me dejó una carta que decía que si el dolor en la sonrisa continuaba, la llamara para un análisis más profundo; no entendí y la llamé, pero cuando le dije que como amiga era la mejor doctora del mundo, ella se calló y, al parecer, se cayó. Yo me devolví tranquilo a mi casa, demasiado tranquilo como para mi cotidiano quehacer. Entré a mi casa pensando en mi amiga, la doctora sin estudios, y me metí rápido en el baño. Cual rutina de actor, me miré al espejo, primero de frente, volteé la cara, cerré el ojo derecho, cerré el ojo izquierdo, ojos entrecerrados, ojos grandotes, tres cuartos de perfil derecho, tres cuartos de perfil izquierdo, mentón arriba, mentón contra el cuello… ya estaba listo para sonreír. Primero empecé arqueando las cejas, como diciéndome «mirá que lo lograste, sos un campeón, ya no te duele la sonrisa», pero cuando mis labios comenzaron a dibujar ese extraño semicírculo, algo en el fondo de mi estómago volvió a removerse, esta vez con mayor fuerza que las veces anteriores.

Salí del baño y me acurruqué en mi sofá abrazando mis rodillas, no podía ser, ya me había examinado un odontólogo y una doctora sin estudios, que me dio un remedio temporal, pero aún no podía reírme sin dolor. «¿Qué debía sufrir en esta vida? Si la risa es el alimento del alma, es la esencia fundamental del amor, es una de las manifestaciones más espontáneas del ser humano…», pensaba yo, mientras me acariciaba el cachete derecho –que lo admito, es el que mayor dolor manifiesta al sonreír–. De repente algo en mí se iluminó, creí saber la respuesta a mis males, así que comencé la rutina: volví al baño, esta vez lentamente, me miré al espejo, primero de frente sin muchas ganas, volteé la cara insípidamente, cerré el ojo derecho, cerré el ojo izquierdo, entrecerré los ojos, luego los abrí lo más que pude, giré tres cuartos de perfil derecho, luego tres cuartos de perfil izquierdo, mentón arriba, mentón contra el cuello, dejé la mente en blanco y comencé a esbozar una pequeña sonrisa. Cuando no me dolió, volví a sonreír y esta vez emití un sonido leve. Un minuto después me reía frenéticamente en mi baño, me reía felizmente, estúpidamente, inteligentemente, de espaldas, contra el suelo, bocabajo. Fue ahí, en mi baño, que comprendí el secreto para la risa indolora y natural: desde entonces dejé mi pasado donde debía estar.

Daniel.