1/06/2009

Amores precoces

Ya comenzaba a oscurecer y se podía decir que era un viernes tranquilo en el corazón del barrio Chapinero, de la ciudad de Bogotá. En medio de la plaza de Lourdes un grupo de gente se arremolinaba para atender a los cuenteros, quienes a su vez esperaban a tener un numeroso público para dar comienzo a su función.

— ¿No ves? Uno siempre está buscando algo que ya tiene; mira esa gente, viene a buscar historias ajenas para que les recuerden las propias: qué ridículo —decía Juan Carlos, mientras caminaba al lado de Ivana por el lado de la plaza—. Siempre he pensado, flaca, que uno o viene a cuenteros o vive sus propias historias, no se pueden hacer las dos —Ivana continuaba caminando al lado de Juan Carlos, sin prestarle demasiada atención. Al lado de la iglesia de Lourdes, estaba la habitual patrulla policial—. Flaca, vamos mejor para el Gato que aquí me siento como un niño en una guardería, no falta sino que estos tombos nos pidan la cédula.

Ivana había pasado de prestarle poca atención a directamente no prestársela de ningún modo, en vez de eso miraba los intentos del cuentero por llamar la atención del público. Finalmente, Juan Carlos le agarró el brazo y ella salió de su ensimismamiento.

— Flaca, ¿vamos al Gato o no?
— No sé, Juan, hasta tan allá no creo que vaya. Si quieres nos quedamos por acá cerca un rato, yo igual viajo a las nueve.
— Como sea, pero vámonos lejos de estos policías que ya me están mirando con ganas; no faltaba sino que fueran maricas.
— Tú quédate tranquilo, Juan, de todos modos no tienen tan mal gusto.
— Já, já.

Dentro de una bolsa blanca, en un intento fallido de camuflaje, se encontraba la media botella de Ron Viejo de Caldas. Ivana estaba sentada encima de una de sus piernas en una banca de la plaza, al lado de Juan Carlos. Seguía sin prestarle demasiada atención a sus palabras, a sus gestos, a sus risas espontáneas, pero aburridas. Mientras él le contaba algo acerca de cómo escribir a mano era mucho mejor que en el computador, ella escribía —disimuladamente— un mensaje en su celular.

— ¿Así estoy de aburrido? —dijo Juan Carlos sin obtener respuesta— Ya vuelvo.

Juan Carlos se paró de la banca y sacó un cigarrillo, después de rebuscar su encendedor por todas partes, se acercó a un grupo de jóvenes que habían estado en cuenteros. Cuando volvió dijo: «seguro que esas no tienen vida, flaca». «Seguro, Juancho», Ivana ya había terminado de escribir el mensaje y había leído justo la respuesta que necesitaba para cambiar su semblante.

Desde que Juan Carlos había conocido a Ivana, habían transcurrido exactamente seis años y tres meses, fecha en que había terminado con Hanna. Ese día, Juan Carlos, había ido por primera vez a un bar llamado El Gato, Ivana era amiga de la dueña y estaba en la barra cuando él se le acercó buscando un encendedor, «perdón, es que se me acabó de perder». Ese día en El Gato, Juan Carlos confundió treinta y seis veces a Ivana con Hanna; ese día, Ivana se fumó treinta y seis cigarrillos; ese día, Juan Carlos perdió la guerra con Ivana sin siquiera pelearla; con el tiempo se volvieron amigos por inercia, por no estar solos.

— Vamos por las cosas, flaca, ya va siendo hora —dijo apretándole suavemente el muslo a Ivana—.

En el bus rumbo a Medellín, Ivana pensaba en Camilo, en Juan Carlos, en el aviso de «prohibido fumar», en los cuenteros de la plaza de Lourdes, pero sobretodo en Camilo. Por su cabeza pasaban frases cliché de bienvenida, frases con motivos y sin sentido. Pasaban las frases de películas famosas, pasaban las frases de los Best-Sellers de poesía, pasaban las frases inacabables de Juan Carlos, pasaban las frases de Camilo. Mientras tanto en Medellín, por la cabeza de Camilo pasaban sus propias recriminaciones mientras jugaba billar con Julián.

— ¿Y no le pudiste decir la verdad, entonces? —dijo Julián, acomodándose para tacar la bola.
— No pude, compadre, ¿qué querías que hiciera?
— Que le respondieras que no te jodiera en el mensaje del celular, loco —respondió Julián, pegándole por fin y fallando—. Ah, ¡maldita sea!, ¡por tu culpa!
— Hombre, una cosa es que no le pude decir la verdad a Ivana, otra es que vos no jugués billar —dijo Camilo y tomó un sorbo de cerveza.

Julián sentía pena por Camilo, si bien era su mejor amigo y lo conocía más que a nadie, no entendía su incapacidad de apartarse de Ivana. Ivana, que a los ojos de Julián era una mujer cualquiera, se había enamorado de Camilo, pese a las distancias, pese a su mal humor. Julián, que a los ojos de Ivana era una mala influencia para el bueno de Camilo, estaba preocupado por su amigo, pese a la pena, pese a la buena cara que le intentaba poner a la situación. Dos turnos después, Julián hizo una carambola y rompió el silencio:

— ¿Entonces qué le vas a decir cuando venga?, ¿qué no la querés ver ni en pintura o qué?
— Hermano, no hablés bobadas y, más bien, ayudáme a pensar qué le digo en serio.
— ¿Qué tal si le decís que tenés tuberculosis y no querés que ella te vea morir?
— Julián… ya nadie muere por tuberculosis.
— ¿Y qué tal si le decís que vendiste la colección de discos de Pink Floyd original y estás tan deprimido que te vas a suicidar?
— Hermanito… ella sabe que no tengo una colección de discos de Pink Floyd.
— Decíle que no estás enamorado de ella y punto.

Camilo miró al piso con cara de frustación y tomó cerveza; Julián también tomó cerveza y como arreglando la situación le dio un golpecito amistoso en la espalda

— Entonces estás jodido —concluyó, alzando la mano para llamar a la mesera—, más bien tomáte esa cerveza que se te va a calentar.

Seis horas más de frases y frases en la cabeza de Ivana, seis horas sin poder dormir esperando el anhelado encuentro, seis horas que parecieron diez, quince, cien. Cuando el bus de Ivana llegó a la Terminal de Transportes de Medellín, Camilo estaba esperándola junto a su mejor amigo interrumpiendo lo que, para Ivana, hubiera sido el encuentro más romántico de la era posmoderna.

— Hola Julián —dijo secamente Ivana, mientras se abrazaba a Camilo.
— Hola Ivana —Bromeó Julián, abrazándose también a Camilo.
— Bueno, relájense que hay Camilo para rato.

Cuando entraron al café que Ivana había elegido al azar, los tres tomaron asiento y Camilo sacó una libretita de apuntes, poniéndose los lentes de lectura.

— Mi patria sos vos… —dijo Camilo como esperando una respuesta, mirando a sus dos atónitos acompañantes.
— Sí, ¿qué sigue? —dijo Julián
— No sé, apenas voy ahí…
— ¿Y esa es tu novela? No jodás, me hubieras dicho que te acompañara por Ivana y ya, no me hubieras sentado en esta mesa con falsas promesas —dijo Julián haciéndose el ofendido—. Ahora en serio, leénos la novela.
— Esa es, es que es una novela minimalista; pero ¡no me digan que no está buena!
— Bueno mujer, yo me tengo que ir —dijo mirando a Ivana—. Pobre de vos, ahí te lo dejo, me lo cuidás.

Julián salió del lugar y se despidió por última vez antes de cruzar la calle. Camilo se quedó en silencio mirándola y a ella se le olvidaron todas las frases que había pensado una y otra vez en el camino; para ella la vida había valido la pena por sólo haber vivido ese momento, para él la verdad tenía que ser dicha en algún momento. Ella le tomó la mano por encima de la mesa y él sintió que debía romper el silencio. Finalmente, miró detenidamente su café y dijo en voz baja:

— Estoy muy feliz de que hayás venido para quedarte.

Daniel.