29/09/2009

Dr. Corazón... Líos de faldas

Mi día había comenzado perfectamente normal, es decir bastante diferente al resto —de la gente—. Ya estaba bañado y preparándome el desayuno cuando llamaron al portero de mi casa. No contesté porque por esta calle siempre es lo mismo: alguien pidiendo plata, un testigo de Jehová o una vecina que olvidó sus llaves. No contesté porque, si bien me parecería bueno llegar a conocer a mis vecinos algún día, el día estaba muy frío y no tenía ganas de verme comprometido a salir una vez quien fuera que estuviera llamando supiera que estaba en casa. Nuevamente llamaron a mi puerta y fue inevitable contestar, ya no por curiosidad sino por detener ese fastidioso pitido que tiene mi portero (léase citófono o teléfono de citas... no, eso último no).

Después de ofrecerle un café a Esteban, me contó que no sabía qué hacer y no tenía a quién más buscar. Casi le pego, en serio. A mí que me tomen por primera opción o que no me tomen directamente, ¿pero cómo es eso de que no tenía a quién más buscar? Es que cuando a uno lo buscan lo deberían hacer sentir como la primera opción, como la quintaesencia de la sabiduría, como a la última Coca-Cola del desierto, como el trapito que más limpia; todo a la vez. Estiven —o Esteban o Esneider, ustedes díganle como quieran que yo tampoco me acuerdo demasiado bien de los nombres. De hecho, aún no sé bien cómo se llama, sé que empieza por E—, me contó que andaba metido en un lío de faldas y yo le aconsejé que las pagara para evitar problemas. Luego me contó que no se trataba de las prendas de vestir mayormente para mujeres, sino más bien de unas mujeres que había desvestido mayormente prendido.

La primera de las mujeres que se fijó en Esdrubal se llama, creo, Marcela. Y resulta que llevaban saliendo durante tres meses cuando este caballero se enamoró de su prima —de la prima de Marcela— y ella, que se llama Claudia creo, lo intentó conquistar, rectifico: lo logró conquistar, fácilmente; al parecer el mal gusto viene de familia. Según Ezequiel, Las cosas entre Marcela y su prima fueron muy bien manejadas para evitar problemas, precisamente por Marcela y su prima, ya que Esneider se mantenía manejado por ambas. Eran muy distintas, mientras una le pedía que la llevara al Centro Comercial y le comprara la ropa más fina, la otra sólo le pedía ropa más fina que la que le compraba a la una. Fueron días duros, dice el mismo Ernesto, la plata no le alcanzaba para nada, ni siquiera para los pasajes hasta la casa de ellas, que vivían juntas, y muchas veces tampoco le alcanzaba para ir al trabajo.

Ahora, sin trabajo, tomando un café en mi comedor, me contó cómo sus dos mujeres lo van despreciando por otros tipos que sí tienen trabajo y él no entiende por qué no le reconocen todo lo que él hizo por ellas, aunque sea con un recibo de caja. Yo le digo que no se preocupe, que mejor con efectivo. Finalmente, Emilio, salió de mi casa, un poco enojado por no tener aún solución a su problema. Creía fehacientemente que sus dos mujeres no eran interesadas, sino amorosas. Tanto amor no lo podían guardar para él solo, así que se empeñaban en no desperdiciarlo para ellas solas. Yo le dije que eran promiscuas y él me respondió que no, que eran primas; al parecer, no me entendió.

En todo caso, yo no recomiendo meterse en líos de faldas: yo opto por llevar una vida relajada. Esto le puede parecer a mucha gente contradictorio, pero no lo es. Si satisfacer a una sola mujer es tan difícil—sin decir que es imposible—, complacer a dos es realmente imposible; ejemplo de esto es que no se puede complacer simultáneamente a una hija y a la esposa, o a la madre y a la novia. Algunos recomendarían que para llevar una vida más relajada basta con no tener ninguna mujer, otros recomendarían, misóginos, que ante la soledad de una vida relajada es mejor comprar un perro. Pero ya sabemos todos los problemas que acarrea el estar soltero, entre ellos no saber qué día de la semana es o no tener noción de lo que es enojarse, desenojarse, alegrarse, entristecerse, arrepentirse, esperanzarse, contentarse, sosegarse, encolerizarse, apaciguarse, renegarse y vanagloriarse, todo en treinta segundos.

Daniel.

28/09/2009

De las rutinas de espera

De nuevo atravieso a nado la terminal de buses. Ahogándome de tedio la cruzo de lado a lado. Imagino cómo soy el que es esperado en algún punto o el que por coincidencia se encuentra con un viejo amigo. Pido una taza de café con la esperanza intacta y la imagen de ella finamente colocada por dentro de mis lentes. Comienzo la inoficiosa rutina de la espera: reviso a quiénes tengo al lado, me rasco la cabeza, me acaricio el mentón, dejo de mirar a la gente y comienzo a imaginarme una escena —a veces soy el héroe y otras el villano; a veces soy el espectador y otras el protagonista—. Después de un rato las ideas se me mezclan y pierdo la poca objetividad y me digo que esto debería escribirlo en el blog en vez de simplemente pensarlo y que sería bueno que dejara de divagar tanto sobre cualquier cosa mientras espero porque lo mejor sería comprarme una revista aunque realmente lo mejor sería sentarme frente al monitor para nuevamente quedar en blanco y salir otro día a la terminal de buses para volver a pensar que seriamente me debería tomar el trabajo de escribir lo que pienso cuando no tengo nada qué hacer y que quede registrado en algún sitio además de mi cabeza... bien.

El café siempre aparece, con la joven que atiende y que pone una falsa sonrisa sólo cuando te entrega el café y la cuenta, después de repetir tres veces la rutina de la espera. Aún faltan cuarenta minutos para emprender el viaje; el viaje que significa estar vivo, que significa tener hambre de besos, que significa endulzar una canción. Es muy curioso cómo los primeros treinticinco minutos se van volando sólo para que los cinco restantes tarden una eternidad en pasar. De nuevo aparece la ansiedad y voy a pagar directamente a la caja para que el bus no me deje, llevándose con él el viaje que ya había comenzado a emprender.

Siempre olvido el número del asiento para huirle a la monotonía de sentarme donde me toca, aunque luego me hagan mover hasta el asiento que me corresponde. Nuevamente, después de haber salido a nado de esa gran terminal y estar en el barco que me llevará al nuevo continente, comienzo con la rutina de la espera y me digo que ya falta mucho menos que antes para verla y para decirle cualquier cosa y verla reír y tomarnos un café y dejar de pensar para comenzar a sentir y encontrar en nosotros lo que busco y busqué. Tal vez le demos forma a lo que he buscado, tal vez nunca la tuvo, tal vez no se la quise dar; aún no lo sé.

Una forma de saber lo que uno busca es saber qué es lo que no busca y ahí, podríamos decir, que tengo cierta experiencia: yo no busco pasiones bajitas, ni amores de primavera, ni puntos suspensivos, ni mentiras por no callar, ni silencios en mi guitarra, ni pañuelos sin lágrimas, ni desencontrarla los lunes, ni ansiedad prepagada, ni contratos matrimoniales, ni alergias al contacto, ni sexo premeditado, ni compañía sorda, ni amigos mudos, ni conciencia ciega, ni justicia coja. Ya falta poco para llegar al nuevo continente y cambiar la historia. Ya falta poco para atravesar a nado otra terminal y ahogarme de tedio si, por coincidencia, no me la encuentro.

Daniel.