3/12/2009

El Word no enseña a escribir

Lo digo y lo sostengo —sin mucha fuerza porque es liviano—: EL WORD NO ENSEÑA A ESCRIBIR. Ustedes estarán pensando, ¿pero qué pasó, de qué va esto? Y es que no es nada del otro mundo, sólo que estoy cansado de que la gente crea que el Word enseña a escribir.

El Word en cualquiera de sus presentaciones, más que todo en las que tienen licencia —es decir, no tanto el del Open Office—, es una excelente herramienta para los que se decidieron a juntar cinco neuronas y escribir tres párrafos llenos de errores de redacción, ortográficos, tipográficos y, en la mayoría de ellos, psicológicos. La maravilla de esta herramienta es que no hay que saberse las reglas ortográficas de nuestro hermoso y, cada vez más deteriorado, idioma, ya que el Word automáticamente te corrige si escribes mal alguna palabra. Verbigracia si se escribe «exito», Word lo corrige tan rápidamente por «éxito» que el que escribe no alcanza a notar que escribir «exito» fue un error. Sí, esto de la corrección automática es útil y práctico, yo no digo que no lo sea, siempre y cuando se conozca el lenguaje en cuestión; todos podemos equivocarnos y enviar el dedo a la tecla equivocada.

El problema es que, repito, WORD NO ENSEÑA A ESCRIBIR. En nuestro idioma hay palabras que suenan igual, pero por su forma de escribirse tienen distintos significados, las conocidas palabras homófonas. Así que «vaya» suena igual que «baya» y que «valla», pero ni el aviso publicitario, ni el arbusto de frutos, tienen algo que ver con la orden de ir hacia algún lugar —a menos que se diga «vaya hacia la baya que está al lado de la valla»—. Así tenemos a muchísima gente que nunca ha leído nada en su vida —cuando digo nada, me refiero a que en el mejor de los casos leen a sus iletrados amigos por messenger— y se disponen a escribir, hilando sus cinco neuronas, un par de párrafos. ¿Habrase visto alguna vez tantos errores ortográficos juntos? Hace poco tuve la extraña sensación de leer, vía facebook, la palabra «haci», queriéndose referir a «así»: tres errores ortográficos en una palabra que realmente tiene sólo tres letras me parece más estulticia que ignorancia. A este individuo el Word lo hubiera corregido, ya que «haci» es una de las palabras que se marcan como errores pero no se corrigen automáticamente. Aunque, no nos hagamos tantas esperanzas, es posible que el caballero en cuestión pensara que se trataba de un sustantivo y lo corrigiera como «Haci».

Ya está claro: el Word enseña tanto a escribir como la televisión nos hace crecer llenos de valores, exactamente igual. Ahora, sabiendo eso, ¿por qué la gente se empeña en escribir y escribir sin antes tomar un libro —o leerlo, en todo caso— y, como mínimo, tener una referencia literaria? Ya basta con eso, por favor. El lenguaje escrito es una copia del lenguaje oral y aunque yo conozca mucha gente que hablan mal pero tienen buenas ideas, el sólo hecho de oirlos hablar de esa manera, me desanima, me estresa y, con mi personalidad neurótica, me dedico a corregirle mentalmente los errores —no confundir con «corregirle los errores mentales»—. Por mi parte, estoy muy orgulloso de no cometer tantos errores como antes y poder decir a viva voz: ¡ke biban los ortográfia!

Daniel.

2/12/2009

Entrada con un año de retraso

Cada que viajo, procuro prestar toda la atención antes de sacar mi cámara y tomar dos o tres fotos, que con seguridad veré acompañado y alguna me sorprenderá por no recordar haberla tomado. Desde hace un año que me vengo diciendo que debo escribir acerca de la primera vez que conocí a Buenos Aires, en vez de guardarlo solamente para mí, así que aquí voy. Disculpas pido de antemano si falta claridad en los hechos, si mi viaje se hace estrecho, si me toma por las malas el recuerdo que no fue, si queriendo me despido y envejezco sin querer, si no alcanzan las palabras, el cigarro o el café.

Pisé el cielo de San Telmo, mordí de la Boca sus bragas —en la Bombonera dejé las pocas muchas agallas que le faltan a mi infierno—, mi reloj explotó en Palermo y perdí tres mil batallas. No me monté en el subte ni tome fotos de él, pero sí tangos canté frente a la foto de Gardel. Por la 9 de Julio olvidé la costumbre de regalar carcajadas y en Corrientes, a las patadas, reviví los sueños más lindos, hacer de escribir un oficio, con nicotina y cebada.

Las mentiras aprendí viendo la Casa Rosada, me senté en la desolada banca de Plaza de Mayo y vi cómo fueron los años llevándose por los caños al granero del mundo, mientras los argentinos en un sueño profundo seguían comiendo asado, tomando vino y puteando al destino —o da lo mismo: al presidente de turno—.

¿Y de Cortázar, y de Quino, y de Piazzolla? Constaté que hay que ser piola para ser bien recordado, los amores del pasado no vuelven si sigue el duelo, el amor no viene del quiero —vacío, con sabor a nada—, con humor se llena el alma, se tiran mejor los dados, se renuevan los cansados deseos de seguir vivos, sin reyes y sin castillos suena mejor «te amo».

Hace un año pasó todo y yo sigo recordando, como si pintara borrando,
que lloré en Plaza Dorrego viendo bailar un buen tango. Creo que no olvidaré que en Buenos Aires amé a las morochas de paso, las que cambiaban de un tajo corazones por salvamés. Me asusté al ver cómo pasaban las becarias con los artistas, y llevé de la mano turistas que no entendían una mierda, que se conmovían de Evita y su revolución de izquierda y creyendo en el castellano mezquino, no aprendieron tres palabras del buen lunfardo argentino.

Y yo alargando las noches, tirándome de los coches, vomitando los escritos, regando por Buenos Aires los amores malditos que me matan a reproches. Y yo haciéndome el vivo, el que todo lo ha vivido, el que si no gana empata y al que nada le ha dolido. Y yo sin cerrar este texto y mucho menos el viaje que ha agrandado mi equipaje eliminando pretextos, quitándole miedo al miedo de querer por no querer, guardando las viejas fotos, colándome entre los locos, siendo uno de los pocos que aman sin merecer, haciéndome mi suerte, burlándome de la muerte, recordando sus pisadas por si no la vuelvo a ver. 


Daniel.

28/10/2009

Hubo un tiempo...

Hubo un tiempo en el que solía creer en cuentos con finales felices, con buenos que vencían malos y conquistaban princesas y no perdían el tiempo y no morían en vano. Hubo un tiempo en el que solía creer en la honestidad de las miradas en los bares, en los «te amo» con tufo a vino tinto, en los besos de mañana —qué buen detalle—, en que la resaca daba sólo los domingos. Hubo un tiempo en el que solía creer en las escondidas, en juegos, en besos robados, en miradas furtivas, en la hora del té e irse a la cama. Hubo un tiempo en el que solía creer en los desencuentros casuales, en las llamadas perdidas, en los amores a perpetuidad, en los finales con segundas partes. Hubo un tiempo en el que solía creer en el olor del whiskey, en los escritos que no van a ningún sitio, en las cenizas en ayunas. Hubo un tiempo en el que solía creer en besos comprados, en tiempos invertidos en relación a felicidades logradas, en tiquetes de entrada y de salida. Hubo un tiempo en el que solía creer en el Carpe Diem, en el dar sin recibir, en la realización del ser.

Ahora parece que hay un tiempo en el que creo en cuentos con felicidades logradas, con buenos que vencen resacas y princesas con miradas furtivas. En llamadas casuales y desencuentros a perpetuidad y segundas partes con vino tinto e irse a la cama. En el Carpe del ser, en el Diem con besos de mañana. En tiquetes robados y amores de entrada y de salida. En los juegos sin ceniza y en los escritos en ayunas.

Daniel.

15/10/2009

Dr. Corazón... Sobre seguir el protocólo del cortejo (o no)

¿No les ha pasado que están con su próxima pareja —que aún no sabe que lo será— y no saben concretamente si decir lo que están pensando? Porque, no nos mintamos, uno tiene demasiados pensamientos aleatorios que se contradicen aún mostrando lo que realmente se piensa, pensamientos que a veces no tienen sentido y que, incluso, llegan a cambiar de súbito el estado de ánimo. Por lo menos a mí me pasa todo el tiempo, incluso cuando no tengo la presión de tener que decir lo «correcto».

Así sucede cuando estoy con alguien, si empiezo a pensar en decirle que deberíamos irnos a bailar, termino diciéndole que qué jodida esa cicatriz que tiene, o de qué forma ridícula se ha popularizado el Facebook y por qué mi mala memoria afecta a las relaciones que tengo. Cosas que normalmente pasan en una conversación cualquiera, pero no en una primera conversación de la que depende nuestro éxito o fracaso rotundo con la/el especímen  —aunque en nuestro caso, el especímen siempre termina siendo uno mismo—. De modo que habrá que ponerse a analizar qué ventajas tiene seguir el protocólo del cortejo, contemplando cautelosamente las posibilidades que hay en caso de que el cortejo sea exitoso.

No voy a hablar de las conversaciones normales que se dan entre la gente común y corriente y que, con gran frecuencia, terminan en la cama. Voy a hablar, en cambio, de aquellas conversaciones que no tienen ni pies ni cabeza, de esas conversaciones tan complicadas que uno tiene que hacer una pregunta para saber si la otra persona aún se encuentra en la misma órbita que uno, de esas conversaciones en las que uno no sabe siquiera cómo terminarlas. Yo no soy muy devoto de este tipo de gente a la que hay que sacarle las palabras, pero confieso que en algún par de ocasiones no he tenido más remedio que entablar una especie de monólogo con ping (mis amigos informáticos sabrán de lo que hablo), sólo para terminar diez veces más aburrido y sin ganas de nada.

¿Qué nos dice el protocolo del cortejo? En primer lugar no hay que ser egocéntrico, pero tampoco sumiso; hay que tener carácter, pero ser dócil; hay que tener un buen sentido del humor, pero no ser un payaso; hay que contar un par de cosas interesantes, pero no ser un profesor; hay que saber escuchar, pero tampoco ser mudo; hay que ser romántico, pero no ser empalagoso; hay que ser intrigante, pero no ser un misterio; hay que ser enterado de la tecnología, pero no un nerd; hay que tener facebook, pero no usarlo; hay que ser caballero, pero no hacerla sentir inútil; hay que invitarla, pero dejar que pague lo que quiera; entre muchas otras cosas. En segundo lugar, en caso de que uno haya practicado a cabalidad estas normas básicas y que éstas hayan dado resultado —lo cual no sucede en un 85% de las veces—, la pareja aún no va a saber cómo es uno, ya que uno se ha ceñido al protocólo del cortejo inhabilitando que la espontaneidad fluya. De modo que no va a pasar mucho tiempo para que todo el trabajo se venga al suelo; aunque tal vez haya habido un buen sexo de por medio... al menos uno.

Claro que somos varios los que preferimos no seguir ningún protocólo y ahorrarnos los comentarios fáciles y rápidos que van interviniendo en dicho protocólo y que la mujer ya se debe saber de memoria. De modo que vamos por el mundo siendo un poco menos comúnes, bastante espontáneos, poco asimilables, tercos a más no poder y, en algunas ocasiones, un disparo de sinceridad en el oído ajeno. Uno puede ser más feliz de esta manera, digo sin seguir ningún protocólo, y aunque tal vez de esta forma se consigan menos mujeres que lo quieran llevar a la cama, las que se consiguen son de calidad Mega Premium.

Daniel.

29/09/2009

Dr. Corazón... Líos de faldas

Mi día había comenzado perfectamente normal, es decir bastante diferente al resto —de la gente—. Ya estaba bañado y preparándome el desayuno cuando llamaron al portero de mi casa. No contesté porque por esta calle siempre es lo mismo: alguien pidiendo plata, un testigo de Jehová o una vecina que olvidó sus llaves. No contesté porque, si bien me parecería bueno llegar a conocer a mis vecinos algún día, el día estaba muy frío y no tenía ganas de verme comprometido a salir una vez quien fuera que estuviera llamando supiera que estaba en casa. Nuevamente llamaron a mi puerta y fue inevitable contestar, ya no por curiosidad sino por detener ese fastidioso pitido que tiene mi portero (léase citófono o teléfono de citas... no, eso último no).

Después de ofrecerle un café a Esteban, me contó que no sabía qué hacer y no tenía a quién más buscar. Casi le pego, en serio. A mí que me tomen por primera opción o que no me tomen directamente, ¿pero cómo es eso de que no tenía a quién más buscar? Es que cuando a uno lo buscan lo deberían hacer sentir como la primera opción, como la quintaesencia de la sabiduría, como a la última Coca-Cola del desierto, como el trapito que más limpia; todo a la vez. Estiven —o Esteban o Esneider, ustedes díganle como quieran que yo tampoco me acuerdo demasiado bien de los nombres. De hecho, aún no sé bien cómo se llama, sé que empieza por E—, me contó que andaba metido en un lío de faldas y yo le aconsejé que las pagara para evitar problemas. Luego me contó que no se trataba de las prendas de vestir mayormente para mujeres, sino más bien de unas mujeres que había desvestido mayormente prendido.

La primera de las mujeres que se fijó en Esdrubal se llama, creo, Marcela. Y resulta que llevaban saliendo durante tres meses cuando este caballero se enamoró de su prima —de la prima de Marcela— y ella, que se llama Claudia creo, lo intentó conquistar, rectifico: lo logró conquistar, fácilmente; al parecer el mal gusto viene de familia. Según Ezequiel, Las cosas entre Marcela y su prima fueron muy bien manejadas para evitar problemas, precisamente por Marcela y su prima, ya que Esneider se mantenía manejado por ambas. Eran muy distintas, mientras una le pedía que la llevara al Centro Comercial y le comprara la ropa más fina, la otra sólo le pedía ropa más fina que la que le compraba a la una. Fueron días duros, dice el mismo Ernesto, la plata no le alcanzaba para nada, ni siquiera para los pasajes hasta la casa de ellas, que vivían juntas, y muchas veces tampoco le alcanzaba para ir al trabajo.

Ahora, sin trabajo, tomando un café en mi comedor, me contó cómo sus dos mujeres lo van despreciando por otros tipos que sí tienen trabajo y él no entiende por qué no le reconocen todo lo que él hizo por ellas, aunque sea con un recibo de caja. Yo le digo que no se preocupe, que mejor con efectivo. Finalmente, Emilio, salió de mi casa, un poco enojado por no tener aún solución a su problema. Creía fehacientemente que sus dos mujeres no eran interesadas, sino amorosas. Tanto amor no lo podían guardar para él solo, así que se empeñaban en no desperdiciarlo para ellas solas. Yo le dije que eran promiscuas y él me respondió que no, que eran primas; al parecer, no me entendió.

En todo caso, yo no recomiendo meterse en líos de faldas: yo opto por llevar una vida relajada. Esto le puede parecer a mucha gente contradictorio, pero no lo es. Si satisfacer a una sola mujer es tan difícil—sin decir que es imposible—, complacer a dos es realmente imposible; ejemplo de esto es que no se puede complacer simultáneamente a una hija y a la esposa, o a la madre y a la novia. Algunos recomendarían que para llevar una vida más relajada basta con no tener ninguna mujer, otros recomendarían, misóginos, que ante la soledad de una vida relajada es mejor comprar un perro. Pero ya sabemos todos los problemas que acarrea el estar soltero, entre ellos no saber qué día de la semana es o no tener noción de lo que es enojarse, desenojarse, alegrarse, entristecerse, arrepentirse, esperanzarse, contentarse, sosegarse, encolerizarse, apaciguarse, renegarse y vanagloriarse, todo en treinta segundos.

Daniel.

28/09/2009

De las rutinas de espera

De nuevo atravieso a nado la terminal de buses. Ahogándome de tedio la cruzo de lado a lado. Imagino cómo soy el que es esperado en algún punto o el que por coincidencia se encuentra con un viejo amigo. Pido una taza de café con la esperanza intacta y la imagen de ella finamente colocada por dentro de mis lentes. Comienzo la inoficiosa rutina de la espera: reviso a quiénes tengo al lado, me rasco la cabeza, me acaricio el mentón, dejo de mirar a la gente y comienzo a imaginarme una escena —a veces soy el héroe y otras el villano; a veces soy el espectador y otras el protagonista—. Después de un rato las ideas se me mezclan y pierdo la poca objetividad y me digo que esto debería escribirlo en el blog en vez de simplemente pensarlo y que sería bueno que dejara de divagar tanto sobre cualquier cosa mientras espero porque lo mejor sería comprarme una revista aunque realmente lo mejor sería sentarme frente al monitor para nuevamente quedar en blanco y salir otro día a la terminal de buses para volver a pensar que seriamente me debería tomar el trabajo de escribir lo que pienso cuando no tengo nada qué hacer y que quede registrado en algún sitio además de mi cabeza... bien.

El café siempre aparece, con la joven que atiende y que pone una falsa sonrisa sólo cuando te entrega el café y la cuenta, después de repetir tres veces la rutina de la espera. Aún faltan cuarenta minutos para emprender el viaje; el viaje que significa estar vivo, que significa tener hambre de besos, que significa endulzar una canción. Es muy curioso cómo los primeros treinticinco minutos se van volando sólo para que los cinco restantes tarden una eternidad en pasar. De nuevo aparece la ansiedad y voy a pagar directamente a la caja para que el bus no me deje, llevándose con él el viaje que ya había comenzado a emprender.

Siempre olvido el número del asiento para huirle a la monotonía de sentarme donde me toca, aunque luego me hagan mover hasta el asiento que me corresponde. Nuevamente, después de haber salido a nado de esa gran terminal y estar en el barco que me llevará al nuevo continente, comienzo con la rutina de la espera y me digo que ya falta mucho menos que antes para verla y para decirle cualquier cosa y verla reír y tomarnos un café y dejar de pensar para comenzar a sentir y encontrar en nosotros lo que busco y busqué. Tal vez le demos forma a lo que he buscado, tal vez nunca la tuvo, tal vez no se la quise dar; aún no lo sé.

Una forma de saber lo que uno busca es saber qué es lo que no busca y ahí, podríamos decir, que tengo cierta experiencia: yo no busco pasiones bajitas, ni amores de primavera, ni puntos suspensivos, ni mentiras por no callar, ni silencios en mi guitarra, ni pañuelos sin lágrimas, ni desencontrarla los lunes, ni ansiedad prepagada, ni contratos matrimoniales, ni alergias al contacto, ni sexo premeditado, ni compañía sorda, ni amigos mudos, ni conciencia ciega, ni justicia coja. Ya falta poco para llegar al nuevo continente y cambiar la historia. Ya falta poco para atravesar a nado otra terminal y ahogarme de tedio si, por coincidencia, no me la encuentro.

Daniel.

26/08/2009

Un montón de miedos

Él, muy él mientras la mira en la distancia; él, muy ajeno mientras se mira en el espejo y piensa; él, muy él decidiendo escribirle a ella, muy ella, que sin él saberlo ha decidido esperarlo. Ella, muy ella mientras se deja invitar a mundos inhabitados, a castillos sin sirvientes, a casas sin puertas ni ventanas, a paraísos de piedra y cartón; ella, muy ella mientras lo piensa y se translada cuatrocientos, o cuatro mil, kilómetros para tocarle la punta de la nariz; ella, muy ella cuando por entre las comisuras de los labios, lo siente besarla. Así que él, muy él, toma papel y su bolígrafo y, dispuesto a invitarla a su vida le confiensa sus miedos mientras la tutea, escribiendo:
«¿Y qué pasa si te digo que necesito tu complicidad de las tardes?, ¿que para mantenerme atado a tus vuelos necesito de tus noches y los secretos que me confías después de hacer el amor?, ¿qué pasaría si doy el salto hacia tí de una vez por todas y tú lo aceptas?, ¿qué sería de nosotros si —de todos modos— no lo intentara?
El miedo es mutuo y también el deseo, el deseo de estar juntos, o de simplemente estar. Me llevas a un estado en el que disfruto estar, parece que en este estado habito desde que creaste el universo con tu risa y con él las colonias y los escritores que nos escribieron en todos los libros de la historia. Murguerita, ahora no sé qué pasaría si te digo que necesito de tu complicidad, de tus secretos, de la calidez de tus besos y de tu risa ¡Ah!, y sí que necesito de tu risa. Tu risa que, en resumen, eres tú y tus ganas de seguir a mi lado, eres tú y tus ganas de creerme, tus ganas de creer esto que nos pasa hoy.
No sé cómo decirte tantas cosas y, en parte o a veces, es porque no soy de fiar para tí y por eso hoy me rasco la cabeza y me siento hasta las seis de la mañana escribiéndote y esperándote en la salita de mi casa. Tal vez la vida me de un empujón y logres creerme para que todas estas palabras tengan sentido y para que tu compañía le de una tregua a mi salud y a mis ojeras».
Ella, muy él, lee y relee la carta donde la tutean y le confiensan un montón de miedos. Él, muy ella, se impacienta y el tiempo pasa lento, pero él, muy él, no sabe aprovecharlo de otra manera que pensándola y siendo feliz por los dos. Ellos, muy ellos y con sus dudas y con sus deseos de iniciar aventuras, historias y cuentos; ellos, muy ellos, perdiéndose en las letras y en la caricaturezca situación en la que la vida transcurre; ellos, muy ellos sin él, muy ellos sin ella; ellos, muy ellos, jugando a ser felices, mientras el frío les pasa de lado.

Daniel.

1/08/2009

De 22, de 50

Hoy me siento de 22 años por primera vez en mucho tiempo y tengo miedo y tengo energías y tengo dudas de hacia dónde voy. Hoy me siento de 22 años y lo triste de ser tan joven es que cuando encuentras una mujer y la amas de verdad, no le puedes expresar lo que realmente sientes, porque uno no comienza a escribir poesía cuando se enamora, así como tampoco comienza a ser sincero en las despedidas; uno es un proceso que gira, que va y regresa sin dirección aparente. Hoy me siento de 22 años y siento que no puedo escribir que la necesito de la manera en que realmente la necesito para que ella me llame y me diga que va a seguir desordenando mi vida en esa forma excepcional.

Las palabras de amor, las que se conocen, las he repetido una y otra vez encontrándolas maravillosas, tan precisas; pero hoy me saben rancias, no por haberse fermentado en la espera, sino por haber sido dichas por mí en otras ocasiones. Hoy me siento de 22 años y quiero que todo sea nuevo, que cuando te estreche la mano o te diga que te preparé el desayuno, suene a promesa; pero no sé cómo hacerlo, porque estoy joven y tengo dudas acerca de lo que podamos sentir.

Todo hace parte del mismo juego, y tú y yo estamos en él, y sólo hace falta una mirada para voltearme el mundo y rejuvenecernos y tirarnos en el sofá y hacer el amor en la hierba y reírnos hasta llorar y dejarnos. Tengo 22 años y tengo el mundo por delante, aunque piense por unos segundos que lo tengo por detrás, que todo lo he vivido, que nada nuevo va a cambiarme y ahora es que me siento de 50 años, recordando y echándote de menos, extrañando mis hijos, mis amigos, la nostalgia de lo que aún no conozco, mientras termino de escribir esto para ir a abrazarlos a todos. Lo bueno de sentirse viejo es que de repente todo es demasiado nuevo y no da miedo decirte te amo o escondámonos o juguemos a que no te conozco. Cuando te sientes viejo, siempre encuentras las palabras precisas que sirven como consejos tanto como caricias y nunca ofendes a nadie y todo estará bien en cinco minutos.

Daniel.

1/06/2009

Amores precoces

Ya comenzaba a oscurecer y se podía decir que era un viernes tranquilo en el corazón del barrio Chapinero, de la ciudad de Bogotá. En medio de la plaza de Lourdes un grupo de gente se arremolinaba para atender a los cuenteros, quienes a su vez esperaban a tener un numeroso público para dar comienzo a su función.

— ¿No ves? Uno siempre está buscando algo que ya tiene; mira esa gente, viene a buscar historias ajenas para que les recuerden las propias: qué ridículo —decía Juan Carlos, mientras caminaba al lado de Ivana por el lado de la plaza—. Siempre he pensado, flaca, que uno o viene a cuenteros o vive sus propias historias, no se pueden hacer las dos —Ivana continuaba caminando al lado de Juan Carlos, sin prestarle demasiada atención. Al lado de la iglesia de Lourdes, estaba la habitual patrulla policial—. Flaca, vamos mejor para el Gato que aquí me siento como un niño en una guardería, no falta sino que estos tombos nos pidan la cédula.

Ivana había pasado de prestarle poca atención a directamente no prestársela de ningún modo, en vez de eso miraba los intentos del cuentero por llamar la atención del público. Finalmente, Juan Carlos le agarró el brazo y ella salió de su ensimismamiento.

— Flaca, ¿vamos al Gato o no?
— No sé, Juan, hasta tan allá no creo que vaya. Si quieres nos quedamos por acá cerca un rato, yo igual viajo a las nueve.
— Como sea, pero vámonos lejos de estos policías que ya me están mirando con ganas; no faltaba sino que fueran maricas.
— Tú quédate tranquilo, Juan, de todos modos no tienen tan mal gusto.
— Já, já.

Dentro de una bolsa blanca, en un intento fallido de camuflaje, se encontraba la media botella de Ron Viejo de Caldas. Ivana estaba sentada encima de una de sus piernas en una banca de la plaza, al lado de Juan Carlos. Seguía sin prestarle demasiada atención a sus palabras, a sus gestos, a sus risas espontáneas, pero aburridas. Mientras él le contaba algo acerca de cómo escribir a mano era mucho mejor que en el computador, ella escribía —disimuladamente— un mensaje en su celular.

— ¿Así estoy de aburrido? —dijo Juan Carlos sin obtener respuesta— Ya vuelvo.

Juan Carlos se paró de la banca y sacó un cigarrillo, después de rebuscar su encendedor por todas partes, se acercó a un grupo de jóvenes que habían estado en cuenteros. Cuando volvió dijo: «seguro que esas no tienen vida, flaca». «Seguro, Juancho», Ivana ya había terminado de escribir el mensaje y había leído justo la respuesta que necesitaba para cambiar su semblante.

Desde que Juan Carlos había conocido a Ivana, habían transcurrido exactamente seis años y tres meses, fecha en que había terminado con Hanna. Ese día, Juan Carlos, había ido por primera vez a un bar llamado El Gato, Ivana era amiga de la dueña y estaba en la barra cuando él se le acercó buscando un encendedor, «perdón, es que se me acabó de perder». Ese día en El Gato, Juan Carlos confundió treinta y seis veces a Ivana con Hanna; ese día, Ivana se fumó treinta y seis cigarrillos; ese día, Juan Carlos perdió la guerra con Ivana sin siquiera pelearla; con el tiempo se volvieron amigos por inercia, por no estar solos.

— Vamos por las cosas, flaca, ya va siendo hora —dijo apretándole suavemente el muslo a Ivana—.

En el bus rumbo a Medellín, Ivana pensaba en Camilo, en Juan Carlos, en el aviso de «prohibido fumar», en los cuenteros de la plaza de Lourdes, pero sobretodo en Camilo. Por su cabeza pasaban frases cliché de bienvenida, frases con motivos y sin sentido. Pasaban las frases de películas famosas, pasaban las frases de los Best-Sellers de poesía, pasaban las frases inacabables de Juan Carlos, pasaban las frases de Camilo. Mientras tanto en Medellín, por la cabeza de Camilo pasaban sus propias recriminaciones mientras jugaba billar con Julián.

— ¿Y no le pudiste decir la verdad, entonces? —dijo Julián, acomodándose para tacar la bola.
— No pude, compadre, ¿qué querías que hiciera?
— Que le respondieras que no te jodiera en el mensaje del celular, loco —respondió Julián, pegándole por fin y fallando—. Ah, ¡maldita sea!, ¡por tu culpa!
— Hombre, una cosa es que no le pude decir la verdad a Ivana, otra es que vos no jugués billar —dijo Camilo y tomó un sorbo de cerveza.

Julián sentía pena por Camilo, si bien era su mejor amigo y lo conocía más que a nadie, no entendía su incapacidad de apartarse de Ivana. Ivana, que a los ojos de Julián era una mujer cualquiera, se había enamorado de Camilo, pese a las distancias, pese a su mal humor. Julián, que a los ojos de Ivana era una mala influencia para el bueno de Camilo, estaba preocupado por su amigo, pese a la pena, pese a la buena cara que le intentaba poner a la situación. Dos turnos después, Julián hizo una carambola y rompió el silencio:

— ¿Entonces qué le vas a decir cuando venga?, ¿qué no la querés ver ni en pintura o qué?
— Hermano, no hablés bobadas y, más bien, ayudáme a pensar qué le digo en serio.
— ¿Qué tal si le decís que tenés tuberculosis y no querés que ella te vea morir?
— Julián… ya nadie muere por tuberculosis.
— ¿Y qué tal si le decís que vendiste la colección de discos de Pink Floyd original y estás tan deprimido que te vas a suicidar?
— Hermanito… ella sabe que no tengo una colección de discos de Pink Floyd.
— Decíle que no estás enamorado de ella y punto.

Camilo miró al piso con cara de frustación y tomó cerveza; Julián también tomó cerveza y como arreglando la situación le dio un golpecito amistoso en la espalda

— Entonces estás jodido —concluyó, alzando la mano para llamar a la mesera—, más bien tomáte esa cerveza que se te va a calentar.

Seis horas más de frases y frases en la cabeza de Ivana, seis horas sin poder dormir esperando el anhelado encuentro, seis horas que parecieron diez, quince, cien. Cuando el bus de Ivana llegó a la Terminal de Transportes de Medellín, Camilo estaba esperándola junto a su mejor amigo interrumpiendo lo que, para Ivana, hubiera sido el encuentro más romántico de la era posmoderna.

— Hola Julián —dijo secamente Ivana, mientras se abrazaba a Camilo.
— Hola Ivana —Bromeó Julián, abrazándose también a Camilo.
— Bueno, relájense que hay Camilo para rato.

Cuando entraron al café que Ivana había elegido al azar, los tres tomaron asiento y Camilo sacó una libretita de apuntes, poniéndose los lentes de lectura.

— Mi patria sos vos… —dijo Camilo como esperando una respuesta, mirando a sus dos atónitos acompañantes.
— Sí, ¿qué sigue? —dijo Julián
— No sé, apenas voy ahí…
— ¿Y esa es tu novela? No jodás, me hubieras dicho que te acompañara por Ivana y ya, no me hubieras sentado en esta mesa con falsas promesas —dijo Julián haciéndose el ofendido—. Ahora en serio, leénos la novela.
— Esa es, es que es una novela minimalista; pero ¡no me digan que no está buena!
— Bueno mujer, yo me tengo que ir —dijo mirando a Ivana—. Pobre de vos, ahí te lo dejo, me lo cuidás.

Julián salió del lugar y se despidió por última vez antes de cruzar la calle. Camilo se quedó en silencio mirándola y a ella se le olvidaron todas las frases que había pensado una y otra vez en el camino; para ella la vida había valido la pena por sólo haber vivido ese momento, para él la verdad tenía que ser dicha en algún momento. Ella le tomó la mano por encima de la mesa y él sintió que debía romper el silencio. Finalmente, miró detenidamente su café y dijo en voz baja:

— Estoy muy feliz de que hayás venido para quedarte.

Daniel.

28/05/2009

Reinas, señoritas y demás...

Estoy de buen humor, y es que hoy inicié el día leyendo a un grupo de excelentes comediantes, que, además, casi logran cautivarme con su indudable belleza. Debo confesar que esta mañana estaba realmente preocupado por mi salud, no había dormido en toda la noche y, como si eso fuera poco, había estado medio triste por el final de Padres e Hijos*. Pero cuando a eso de las 5 de la mañana abrí mi correo, toda molestia desapareció, la alegría vino a mí y creo que llegué a despertar a algún vecino con las carcajadas que me produjeron algunos finos extractos de los monólogos de estas grandes comediantes.

Yo nunca pensé que mi tierra, Medellín – Colombia, fuera a dar una humorista mejor que la Nena Jimenez, pero la vida me sorprende cada día y me alegro de haber conocido —por lo menos vía texto— a las diez candidatas a Señorita Antioquia. Después de haber visto una y otra vez la penosa respuesta de Verónica Velásquez —la anterior Señorita Antioquia— de «hombre con hombre, mujer con mujer, del mismo modo en sentido contrario», no le quise dar más oportunidades a las reinas de belleza de Antioquia, pero cuando leí en El Colombiano que «las respuestas pesaban para la corona», no me aguanté la morbosidad y entré incauto al artículo. En la nota del periódico se les formuló preguntas simples acerca de algunos aspectos, entre ellas la segunda reelección de Uribe, la respuesta de la Señorita Antioquia que dejó frustrados a sus profesores del colegio y las preguntas que las podrían meter en problemas en el reinado.

Sin dar más preámbulos, Zuliany Montoya, quien afirma estudiar Negocios Internacionales, respondió: «sobre la reelección de Uribe nosotras no debemos opinar mucho. Si el país lo considera necesario, que se haga lo que la gente pide»; me encantó el sarcásmo, Zuliany, por eso es una elección, la gente elige y, generalmente, se hace lo que la gente pide —por lo menos hasta que el tipo se sube al mandato—. Sara Gómez, dijo, hablando sobre las reinas: «Una reina actual debe ser auténtica. Si no, no es nada»; y yo pensando que una reina actual, primero debía ser reina y luego actual, sin esperar que sea auténtica, pero, no, no es nada, ni chicha, ni limonada. Fanny Valencia no estuvo lejos de Gómez: «¿Una reina actual? La palabra lo dice, es de la actualidad, debe vivir en la vanguardia y vestirse de acuerdo a lo que está pasando»; o sea que los habitantes de la calle que tienen por pijama una cantidad de periódicos son reinas actuales, ya que se visten de acuerdo a lo que está pasando y si bien no viven en la vanguardia, viven con la guardia encima.

De todas las respuestas, que sirvieron de abrebocas a sus prometedoras carreras humorísticas, la que más me gustó fue la de Nathali Quiceno cuando le preguntaron acerca del matrimonio entre homosexuales: «sobre el matrimonio gay no opinaría absolutamente nada. Lo importante es que haya amor»; yo tampoco opinaría nada, pero ellos también merecen casarse para ser igual de infelices a los heterosexuales. También algunas dejaron entrever sus emergentes carreras políticas, por ejemplo Yuerly Betancur propuso indirectamente un referendo —que andan tan de moda en estos días— para aprobar la elección múltiple a la hora de sufragar cuando dijo que «no nos debemos cerrar solamente a un solo candidato»; yo no es que comprenda mucho, pero hasta donde tengo entendido Yurley, eso es precisamente lo que nos toca hacer. Realmente me puse serio cuando leí que Manuela Posada afirmó que era «dedicada e inteligente», pero entendí el chiste cuando remató diciendo: «quiero trabajar más la pasarela porque la quiero sacar perfecta».

En definitiva, pasé un rato muy ameno esta mañana mientras leí siete veces la nota de El Colombiano, y eso que no a mí me da por burlarme de los nombres ya que no es culpa de nadie el nombre que tiene; ni tampoco quise hablar acerca de las carreras y universidades en las que estas candidatas estudian, ya que para ser humorista basta con la universidad de la vida. De hoy en adelante estaré pendiente de todos los medios de Antioquia para no perderme ni una sola actuación de estas jóvenes, ¡realmente prometen!

Daniel.

*Por cierto, para los que no saben qué fue Padres e Hijos, les comento que fue una serie malísima —pero cuando digo mala, es mala en todo el sentido de la palabra; más mala que un asesino neurótico con delirio de persecución en un centro comercial—. Duró 17 años, ¡diecisiete!, y… no, creo que no hay nada más por decir. Yo siempre pensé que Padres e Hijos iba a ver morir a mis hijos, nietos y biznietos; pero ya ven, aquí se confirma que uno no puede confiar en sus propios pensamientos.

14/05/2009

Entrada desde un café internet

Sin café y sin internet en casa, decidido a pagar las cuentas pendientes bien temprano, salí esta mañana. No sé qué raro pasó, pero en estas últimas semanas he estado muy optimista, imagínense que no más ayer pensé que todas las casas del barrio se habían quedado sin luz momentáneamente. Por ese pensamiento inocente me eché a hacer buen uso del horario de siesta mendocino, es decir de las 2 hasta las 6 de la tarde. Pero vaya sorpresa la que me llevé cuando desperté porque en la casa del vecino estaban poniendo música. Inútiles fueron mis intentos por encender la luz. Bonita hora a la que me dio por mirar los recibos pendientes, «si no cancela en los dos días hábiles siguientes, procederemos con la suspensión del servicio», decía y ahora estoy seguro de que no era una amenaza así no más.

Es que todo es culpa de mi mala costumbre de no abrir los sobres que me llegan por debajo de la puerta sino cada vez al mes; como si eso no bastara, no abro todos los sobres, yo sigo siendo así: siempre pensé que me daba mala suerte abrir más de siete sobres en un mes. Este mes abrí siete, tres eran de promociones, uno era de una invitación a un banco y los otros tres eran los recibos del internet, gas y agua, respectivamente. Encima de la mesita de noche dejé un par de sobres más que, pensé, no tenían importancia. Bueno, algo de bueno tuvo esto de quedarme sin luz: ayer me acosté, por primera vez en mucho tiempo, a la media noche, sin aturdirme de música, sin ver videos en Youtube, sin hablar con los escasos amigos que tengo lejos y el que tengo cerca. Me dormí tranquilo, sin angustias, sin miedos, sin necesidades. Pero cuando me desperté a las 6 de la mañana, me invadió un temor: «¿No será que me morí? Esto debe ser lo más parecido a la muerte, incomunicación total del mundo, algo de congestión nasal, 5 grados centígrados afuera y silencio total», pero rápidamente me calmé, era obvio que no podía estar muerto: la congestión nasal no cuadraba por ningún lado.

Imagínense ustedes a un colombianito saliendo de su casa a las 7 de la mañana, abrigado no más por una chaqueta y acompañado con un bolsito donde guarda un par de libros y su cámara —por si la vida le pasa por el lado y no puede enfrentarla—. El colombianito caminando a las 7 de la mañana que, en Mendoza, todavía el sol ni se anima a salir. El colombianito pensando que se levantó sin saber besar y con congestión nasal. El colombianito entrando a un café sin cafés qué servir, ni calor humano, ni calefacción. El colombianito con ganas de desayunar con un café con leche desayuno al lado de su gente. Pobre colombianito —piensa el colombianito— ¿qué hace un simple transeunte que se maravilla cuando encuentra una moneda en la calle, sinó echarse a la pena porque no tiene luz? El colombianito lee los periódicos. El colombiano se abraza a sí mismo cuando sale del café: afuera todavía hacen cinco grados centígrados.

No sé qué soñé para despertarme sin saber besar y con congestión nasal, pero aún así sigo optimista —y sin pagar las cuentas pendientes—. Aún así sigo escribiendo con la esperanza de que hoy aprenda a besar y quite la fea costumbre de abrir tan sólo siete sobres por mes, para así ser un transeunte común y corriente, que no se asombra más cuando encuentra una moneda sin dueño en la calle.

Actualización: El colombianito fue a pagar al banco y se encontró con que había un paro de banqueros. El colombianito se puso triste y luego se tomó un café sin muchas ganas. El colombianito sabe que le espera una larga noche con sus pensamientos; también cree que tiene que comprar velas.

Daniel.

6/05/2009

Crónicas de un zapato

Yo no sé mucho de la vida, pero sé que soy un zapato. No sólo un zapato cualquiera, sino uno con una verdad revelada. Bueno, para evitar confusiones les contaré, desde el comienzo, cómo obtuve esta revelación; es decir, cómo conocí a «el diestro» y supe qué zapato quería ser. Estábamos cómodos en la casa de Adriana, a punto de ver una película, cuando de repente ella dijo «quítate esos zapatos antes de montarte a la cama». Entonces salí de la comodidad, calentita y apretada, en la que estaba y quedé en el piso, al lado del control del televisor, un par de revistas y un cubo de la basura, cual vil zapato. Como no alcanzaba a ver el televisor, me puse a inspeccionar el lugar. Encontré –además del control, las revistas y el basurero– al zapato que cambió mi vida por completo: «el diestro». La conversación no tardó en darse y me enteré, gracias a «el diestro», que el género de los zapatos no es ni masculino, ni femenino, sino izquierdo y derecho. «¿Entonces eres derecho?», le pregunté en medio de mi aturdido asombro. «No, el derecho eres tú, yo soy el diestro», dijo mientras se pasaba sus cordones por su lengüeta, como si no creyera que yo fuera capaz de comprender. «La verdad soy un zapato izquierdo, pero no me podían poner el zurdo porque la gente me hubiera confundido con una colección de la competencia… bueno, eso, o nos habríamos ganado enemigos políticos», me dijo entre risas, dejándome más intrigado y consternado que antes.

Mientras se seguía rascando su lengüeta yo lo miraba de arriba a abajo –sin salir de mi asombro–, era el zapato izquierdo más extraño que había llegado a ver en mi vida. Bueno, realmente era el único zapato izquierdo que había visto. Su suela era impecable y todo su cuerpo estaba lleno de líneas y colores radiantes; nunca supe exactamente cuál fue el factor decisivo, pero después de mirarlo detenidamente, era lo más hermoso que había llegado a ver. Cinco minutos y un incómodo silencio después, le pregunté a «el diestro» cómo estaba y él me dijo mirándome fijamente: «como un zapato». Reímos y contamos un par de chistes de zapatos más, mientras la película transcurría. En un momento me preguntó: «Oye, ¿qué tipo de zapato eres?». Le dije que no lo sabía y me preguntó entonces que qué tipo de zapato quería ser. Cuando le volví a contestar que no sabía, «el diestro» me predicó un sermón acerca de que un zapato no podía ir por ahí sin saber qué tipo de zapato era y menos aún sin saber qué tipo de zapato quería ser. «Tienes que aprender que se elige ser zapato, y no de otra forma, porque se da cuenta que hay una misión qué desempeñar en esta vida de zapato. Yo, por ejemplo, elegí ser zapato y hacerme pintar por todos lados porque así hago sonreír a Adriana cada vez que me mira. Definitivamente, uno elige ser zapato, y no de otra forma. Ya, si tu me pides que sea pastilla o palillo de dientes o rueda de carro, yo te responderé que no, que ni demente, porque así no podría hacer sonreír a nadie y, a fin de cuentas, ese es el destino de la vida». Por un momento me entristeció su rechazo, pero luego me alegró saber que se había preocupado por mí y que me había regalado un poco de su sabiduría de zapato.

Hoy recuerdo ese día como el más glorioso de mi vida, porque aunque ese mismo día Adriana y Gustavo terminaron, yo conocí a «el diestro» y obtuve, no lo vine a saber sino después de un tiempo, la verdad revelada sobre los zapatos. A veces, cuando estoy solo dentro del armario, me convenzo a mí mismo que un día Gustavo llamará a Adriana y que «el diestro» y yo nos volveremos a ver y a reír de chistes de zapatos y yo volveré a recibir una lección de zapato sabia. A veces, cuando estoy solo dentro del armario, pienso en sus tiernas y condescendientes palabras de despedida y en lo mal zapato que a veces he sido por no haber sabido qué zapato era, ni qué zapato quería ser. A veces, cuando estoy solo dentro del armario, pienso que en realidad no soy un zapato, sino un descubridor que va por el mundo descubriendo cosas, que va descubriendo cosas como, por ejemplo, la verdad revelada sobre los zapatos, y entonces me animo y hasta se me sale la plantilla de tanta emoción. Hace poco descubrí algo. Sé que es de esos descubrimientos definitivos, con los que uno se queda hasta que se le dobla la suela y lo mandan al cementerio de los zapatos. Hace poco descubrí qué tipo de zapato quiero ser de mayor. De mayor, yo quiero ser como «el diestro».

¿Y ustedes qué tipo de zapato son?

Daniel.

P.D.: Dedicado a mi vieja –pero joven– amiga Daniela Giraldo y su naciente empresa de zapatos (sí, es ella la de la foto, pero no, tiene novio y no le gusta dar su correo para que le anden haciendo propuestas indecentes... decentes tampoco). Corazón, mucha suerte. Un abrazo.

22/04/2009

Daniel es...

Como cada mañana, Daniel se levanta solo, aturdido, incrédulo y sin saber dónde está. Daniel fue un niño curioso, solitario y tranquilo; Daniel es un hombre curioso, solitario y tranquilo. Cada noche piensa que sale a cualquier bar, le dice a cualquier mujer de la barra «oye, cariño, vamos a mi departamento que esta noche no dan nada interesante en la tele», y ella le contesta «claro, nene, vamos»; pero al final se levanta solo, aturdido, incrédulo y sin saber dónde está. Daniel piensa a veces que la vida vale la pena con un poco de cafeína, pero cuando se sirve el primer whiskey del día ya todo se acabó y piensa que en los bares hay mujeres esperándolo y que no dan nada interesante en la tele. «Al fin y al cabo –piensa– nunca hay nada interesante en la tele».

A estas alturas, los que no conocen a Daniel, pueden pensar que no vale la pena dar ese gran salto de fe para llegar a conocerlo; tal vez tengan razón. Pero resulta que entre ese niño curioso, solitario y tranquilo, que era y el hombre curioso, solitario y tranquilo que es ahora, hubo un momento en que dejó de ser solitario y tranquilo... fue culpa de la curiosidad que volvió a ser solitario. Si me preguntan, yo les puedo contar que no fue sino hasta mucho después de que comenzó a ser solitario nuevamente, que reconoció que nada podía hacer y volvió a ser tranquilo; claro que menos tranquilo, menos curioso y, sobretodo, menos solitario que antes. –No, señor lector, Daniel no volvió a ser lo que era antes; nadie vuelve a ser lo que era antes–. Daniel es ante todo un ser indescifrable, más que nada cuando prefiere el café y no el whiskey. Hubo un tiempo donde Daniel tomaba para no recordar que había sido curioso, solitario y tranquilo, pero ahora lo hace por no recordar que un día no fue solitario –¿Por qué me interrumpe así? Ya le dije que Daniel no era lo que fue, es decir, ahora bebe para olvidar y no por no recordar–.

Yo siempre he mirado a Daniel por una ventana, por curiosidad, por casualidad y por no abandonarlo. Cada que lo miro, él parece darse cuenta porque agarra su cuaderno para garabatear y escribe poemitas melancólicos y mediocres. Una vez me dio por secuestrarle el cuaderno y noté que debajo de un par de hojas de poemas mal escritos e insípidos, había lo que podría denominarse un intento de novela. «Novela escrita por un novel», así comenzaba. Pero cuando iba como por el tercer renglón del segundo párrafo, Daniel arrancó subitamente esa hoja y me dejó con esa extraña curiosidad de saber lo que iba a pasar sin querer saberlo; ese día comprendí que Daniel guardaba secretos conmigo, me decepcioné de él y prometí no mirarlo más, pero ya ven, uno casi nunca cumple sus promesas. Estos últimos días no han sido fáciles para él –¿para quién sí lo son?–, sobretodo desde que su último intento por abandonar su vida solitaria, terminó en una serie de orgasmos aburridos y de una mezcla de sudores en su cama; una vez, después de que ella, una de tantas, se marchó, lo vi llorando solo.

Daniel se cansa de que lo describa, porque siente que lo hago mal y que, en definitiva, yo no podría contar lo que es él. En primer lugar porque ni él mismo se sabría definir y en segundo lugar porque yo también estoy solo. Según él, en mi imaginario yo me proyecto en él, me personifíco y lo hago más solitario, más curioso y más tranquilo de lo que en realidad es. «¡Solitario no quiere decir solo, ignorante!» me grita desde el sillón, ya sabe que estoy escribiendo sobre él. Bueno, la verdad, Daniel, no está solo, es solitario por gusto y porque a veces la gente lo aburre. –¿Cómo Lector? Yo no me dejo manejar por él sólo porque escriba lo que él quiere, es su vida, yo no puedo contarla como a mí se me venga en gana. ¿Pero cómo quiere que le cuente a todos que a Daniel lo aburre la gente que no se parece al amor de su vida? ¿No ve que si cuento eso, Daniel, se para del sillón y me deja solo describiéndolo?–, cada vez es más complicado escribir sobre Daniel, por un lado lo tengo a usted, lector inconforme con mi escrito, y por el otro lado está Daniel enojado porque yo no sé explicar bien la diferencia entre solitario y solo.

Daniel se enoja cada vez más conmigo porque no soy lo que él esperaba, «sos un asco de escritor, ni describirme podés», me dice mientras agarra su guitarra para tocar alguna canción que me sirva de inspiración; en el fondo, él me compadece y lamenta haberme dicho que soy un asco de escritor, lo sé. «Mirá, si querés lo dejamos así, vos mandá lo que tenés y ya está, que todos piensen que yo soy curioso, solitario y tranquilo, está bien para mí», me dice resignado; él sabe que se me acaban las palabras para describirlo así como es, porque las palabras no lo cuentan todo –ni mucho menos voy a poner una imagen de él, ¿quiere que de verdad no me vuelva a dejar dirigirle la palabra? Daniel es así, duro conmigo y tranquilo con los demás–.

«Basta, hasta aquí llegamos vos y yo. No me imagino si así te esforzás por hacerme quedar bien, cómo será hablando mal de mí. Aquí escribe Daniel, el mismo que este narrador de medio pelo describe como curioso, solitario y tranquilo. Me tocó tomar las riendas de este escrito por obvias razones: se le salió de las manos, no es su culpa», pero Daniel, yo estaba describiéndote, «¡pero no como soy! Ese es el problema. Vos me describís como te da la gana y reflejás tu realidad, ya te lo dije. Ahora callá y mirá cómo se escribe de una vez por todas...». No lo dejé terminar, ¿quién se cree que es? Ya está, ya me levanté del sofá, tiré la guitarra y agarré las llaves para irme a cualquier bar: nunca pude soportar eso de Daniel, a este paso se va a morir curioso, solitario y tranquilo.

Daniel.

6/04/2009

De cómo empezó todo (fragmento)

«Está bien, ella se fue, no va a volver», me dije, tratando de calmarme mientras la veía huir de mi vida en medio de la gente del paseo Florida. Esta era la cuarta vez que ella se iba y me gritaba que era la última vez; también era la cuarta vez que yo me sentía un poco deshecho, un poco desecho. Pero, esta era la última vez, «es la última vez», le dije a la joven que atendía el kiosco donde compré los Phillip Morris. «Pues, me parece muy bien: fumar mata», dijo ella sacándome de mis enredos sentimentales. Caminé un poco, llegué a Carlos Pellegrini y me senté en cualquier café. Mientras esperaba mi cerveza, prendí el cigarrillo, dejé que el humo penetrara mis pulmones mientras buscaba la solución, ¿era ella realmente a quien yo necesitaba o no me quería sentir solo?

Daniel.

3/04/2009

Dr. Corazón… Autoterapia

Cuando me levanté esa mañana, me quedaban tan sólo diecisiete minutos y cuarenta y nueve segundos para completar mis tareas matutinas antes de ir al banco –en el tiempo promedio– sin que este cerrara. Me paré de sopetón y me bañé como pude. Luego de secarme y de vestirme, me miré al espejo y, después de lavarme los dientes, noté que cuando me reía, me dolía. Dejé pasar este hecho, como muchos otros que dejo pasar en mi vida, y no pensé en él más. Eso fue hace casi un año. No es capricho mío contarles esto, ni siquiera me hubiera acordado si no me hubiera visto hoy al espejo y hubiera notado que al sonreír, me dolía. Y es que, haciendo memoria, hace muchos meses que vengo oyendo chistes de las mejores calidades –verdes, negros, blancos– y cuando alcanzo a esbozar una sonrisa, por dentro me duele. Es un tirón que va desde el estómago, el cual hace que me encorve un poco y que frunza el ceño, como si de repente el chiste no me gustara o yo tuviera una mejor versión. «Esto ya se pasó de castaño a oscuro», le dije una vez a un odontólogo que me examinó, él dijo que yo no tenía nada raro, que necesitaba sólo una ortodoncia pero que no tenía por qué dolerme, pero yo le seguí diciendo que esto se había pasado de castaño a oscuro hasta que él salió por la puerta del consultorio para llamar a la seguridad –o al manicomio–.

A modo de diario, este texto lo empecé hace un par de días y lo continué no más porque ayer, mientras le contaba a una amiga mi dolor cuando me reía, ella me miró a los ojos dulcemente y me dijo «yo te puedo arreglar eso». Acto seguido me besó, me acarició el cabello suavemente y me dijo «dime si te duele ahora»: la sonrisa fue natural e indolora. Corrí emocionado al baño para mirarme y sonreí como un demente delante del espejo del baño, «¡Puedo reír, no me duele, puedo reír!», dije en mi locura. Cuando salí del baño ya mi amiga se había ido, me dejó una carta que decía que si el dolor en la sonrisa continuaba, la llamara para un análisis más profundo; no entendí y la llamé, pero cuando le dije que como amiga era la mejor doctora del mundo, ella se calló y, al parecer, se cayó. Yo me devolví tranquilo a mi casa, demasiado tranquilo como para mi cotidiano quehacer. Entré a mi casa pensando en mi amiga, la doctora sin estudios, y me metí rápido en el baño. Cual rutina de actor, me miré al espejo, primero de frente, volteé la cara, cerré el ojo derecho, cerré el ojo izquierdo, ojos entrecerrados, ojos grandotes, tres cuartos de perfil derecho, tres cuartos de perfil izquierdo, mentón arriba, mentón contra el cuello… ya estaba listo para sonreír. Primero empecé arqueando las cejas, como diciéndome «mirá que lo lograste, sos un campeón, ya no te duele la sonrisa», pero cuando mis labios comenzaron a dibujar ese extraño semicírculo, algo en el fondo de mi estómago volvió a removerse, esta vez con mayor fuerza que las veces anteriores.

Salí del baño y me acurruqué en mi sofá abrazando mis rodillas, no podía ser, ya me había examinado un odontólogo y una doctora sin estudios, que me dio un remedio temporal, pero aún no podía reírme sin dolor. «¿Qué debía sufrir en esta vida? Si la risa es el alimento del alma, es la esencia fundamental del amor, es una de las manifestaciones más espontáneas del ser humano…», pensaba yo, mientras me acariciaba el cachete derecho –que lo admito, es el que mayor dolor manifiesta al sonreír–. De repente algo en mí se iluminó, creí saber la respuesta a mis males, así que comencé la rutina: volví al baño, esta vez lentamente, me miré al espejo, primero de frente sin muchas ganas, volteé la cara insípidamente, cerré el ojo derecho, cerré el ojo izquierdo, entrecerré los ojos, luego los abrí lo más que pude, giré tres cuartos de perfil derecho, luego tres cuartos de perfil izquierdo, mentón arriba, mentón contra el cuello, dejé la mente en blanco y comencé a esbozar una pequeña sonrisa. Cuando no me dolió, volví a sonreír y esta vez emití un sonido leve. Un minuto después me reía frenéticamente en mi baño, me reía felizmente, estúpidamente, inteligentemente, de espaldas, contra el suelo, bocabajo. Fue ahí, en mi baño, que comprendí el secreto para la risa indolora y natural: desde entonces dejé mi pasado donde debía estar.

Daniel.

20/03/2009

Tu espalda

Ahora veo tu espalda y me gusta tal como está, te dibujo un dragón en ella mientras secretamente acaricio tu piel, que eventualmente es mía cuando quieres -y quiero-. No quiero que sepas que a veces busco las palabras correctas para decirte que te amo aunque no estemos muy bien y tampoco quiero que sepas que a veces me acuesto con miedo y que te necesito y que te amo hasta las mazmorras con princesas adentro de todos los castillos del mundo. Ya no miro más tu espalda porque escribo y sólo miro estas letras deformes que no dicen lo que estoy pensando. Hay palabras que son difíciles de decir en ciertos momentos; nos cuestan cuando van desde la imaginación hasta las vísceras y se atoran en la laringe, luego, cuando casi están afuera: es por eso que a veces parezco que te voy a decir algo pero terminó abrazándote a mí o acurrucándome a tus muslos o por debajo de tu ropa. Simplemente hay palabras que son difíciles de decir en ciertos momentos. Este «te amo» que te escribo lo pensé cinco veces antes de decírtelo al oído hace unos minutos y parece que en la mitad de tu sueño lo entendiste porque diste medio gruñido y te volteaste, que en el idioma del sonambulismo quiere decir «yo también». Este «te amo» lo llevo trabajando tan duramente por tantas noches sin sus días, pero con sus partículas de alcohol y de viento y de marea alta y de café sin azucar.

Parece que te hubiera encontrado ayer y, sin embargo, qué delicia cuando te toco y sé que eres mía y no de alguien más, o tal vez de la naturaleza que me ama más a mí por haberte hecho. Perdona, a veces convierto escritos en simples muestras de pensamientos aleatorios, vómitos o como lo quieras llamar. Así es mi vida a estas horas de la madrugada cuando tu espalda no me deja dormir gritándome que te despierte para hacerte el amor, ella no entiende que el amor te lo hago ahora escribiendo, te lo hago cuando te abrazo y cuando penetro tus ojos, tan dulces que a veces se me hacen agua los míos, tan dulces que me intimido por ti cuando me miras desnudo. Ahora pareciera que entendieras que te estoy escribiendo porque te mueves incómoda en la cama pequeña que tengo para los dos, tan pequeña que no cabe el cansancio en esa camita, pero cabes tú y cabemos los dos con nuestros sueños; con eso basta.

Daniel.

14/03/2009

De las salidas a discotecas

«¿Para tu departamento o para el mío?» fue lo único que le alcancé a entender mientras bailábamos algo parecido a un merengue. Luego terminamos de bailar, intercambiamos números con la excusa de que iba a buscar a los amigos que me esperaban afuera y huí. Huí de ahí casi con nostalgia por haber echado a perder lo que pudo haber sido una noche llena de sexo, alcohol y uno que otro cigarrillo que dejaría perfumada mi casa un par de días. Esto pasó anoche y estoy seguro que un lector promedio –sobre todo si es hombre– estará pensando, si es que no ha dejado de leer, que soy el tipo más idiota del mundo, pues ¿cómo voy a desaprovechar una oportunidad para tener sexo con una completa desconocida? Todos tienen razón, soy un idiota. Pero es que, como decía nuestro buen Julito, hay que ser realmente idiota para...

El problema no fue exactamente la pregunta que me hizo esta aparentemente hermosa mujer –partiendo del hecho que todas las mujeres en una discoteca son hermosas–, el problema fue de otra índole. Tal vez si hubiéramos estado en un bar, tomándonos unas copas, y me hubiera preguntado lo mismo, seguro aceptaría, le diría que en mi departamento tenía una botella de whiskey a medio empezar y preservativos en buen estado, porque eso sí: la seguridad ante todo. Aunque claro, para que esto hubiera pasado, primero hubiera tenido que comprobar que tenía un adecuado funcionamiento en el lóbulo frontal. Sí, lo sé, soy muy complicado y es que acostarse conmigo no es tarea fácil; lo fácil es desechado rápidamente, de lo fácil uno se aburre. El problema, como decía, radicó en el ambiente, en la ridiculez que supone estar tomando un vodka por diez veces su costo original, oír música a decibeles incalculables, estar casi atontado por el montón de luces, lucecitas y lucezotas y a pesar de estar rodeado de mujeres hermosas, tener la plena seguridad de que te van a rechazar simplemente porque sí, porque están en la cacería de un nuevo novio, porque necesitan llenar su soledad y la manera más rápida es satisfacer su ego con los paupérrimos piropos de los que pasan a su lado.

Es que esa es la conducta en las discotecas, lugares que se hicieron para facilitarles el apareamiento y emparejamiento a los jóvenes que no hablan demasiado. Si estoy solo, por mi parte prefiero leerme un buen libro en algún barcito con la luz suficiente y el volumen de la música adecuado para leer. Cada cual piensa lo que quiera, para algunas yo soy de esos tipos aburridos que prefieren ponerse a hablar acerca de la efectividad de que en las cajetillas de cigarrillos impriman que «el cigarrillo reduce el tamaño del pene», antes que hablar de las trivialidades del día a día. En cambio para otras tantas, muy seguramente contadas con los dedos de mi mano izquierda, soy un tipo con el que se puede dialogar y reírse un rato. Ahora que recuerdo, no sé si las pueda contar con los dedos de mi mano izquierda, creo que son menos, la puedo contar con un solo dedo –eso es porque tampoco tengo claro para quiénes soy el tipo con el que se puede dialogar y reírse un rato–; no, mis exnovias no son una clara referencia, por algo ahora son exnovias y no otra cosa; no, tampoco puedo contar a mis amigas, vaya usted a saber si realmente son amigas o sólo me quieren porque tengo unas gafas hermosas; eso menos aún, yo no puedo ponerme a contar las mujeres que me atienden en los kioscos, bares, cafés… es su trabajo atender bien al cliente; y, por supuesto, tampoco puedo contar a las nenas con las que he tenido sexo ocasionalmente, ellas necesitaban sentirse deseadas, no precisamente yo las conquisté con mi desbaratado discurso.

Pero la cuestión aquí es que ir a las discotecas me parece una completa pérdida de tiempo, primero porque no tiene sentido ir «a bailar» a no ser que haya una buena orquesta tocando o un DJ aceptablemente bueno –aunque, lo admito, la música electrónica no es mi fuerte–. La gente va a las discotecas para terminar en la cama, punto. ¿No? Bueno, tal vez el 1% no lo haga; está bien, ese 1% fue un eufemismo. No digo que la gente vaya a la discoteca para terminar en la cama necesariamente ese mismo día, al menos van para tener alguien con quien compartir un rato, porque la gente está sola. Sí, lo dije claramente: la gente está sola. La gente en el fondo no se conoce, ni se respeta a ella misma y eso le hace no conocer, ni respetar a los demás. Pero bueno, no quiero llevar esta conversación que estamos teniendo por otro lado, así que volvamos a las posibilidades de las discotecas…

Claro que está la gente que dice: sí, yo voy a la discoteca no más a divertirme. ¿Sí? Si uno quiere divertirse, llama a los amigos y se arma una fiesta en la casa de alguno, baila con amigas, se toma un par de cervezas al precio real y socializa. Así que de esa gente que se engaña a sí misma no vamos a hablar. Vamos a hablar de cómo va la gente cuando va a las discotecas: acompañada. Pueden ir en grupos o en parejas –sean un par de amigos o novios–, aunque lo más común es ver a grupos o a grupos de parejas. Del grupo de gente que va a la discoteca, puede haber una persona que fue llevada contra su voluntad; en la mayoría de los casos, esa persona puedo ser yo. Las mujeres no son más reacias a ir a las discotecas solas, les gusta ir, les gusta sentirse lindas, pero no acosadas y eso es lo que los hombres que van a las discotecas no entienden –y los que lo entienden saben llevar a la «presa» directo a otro lugar, es decir sacarla de donde está rodeada por cientos de hombres babeando por su belleza, y ahí tomarla por sorpresa–.

Anoche, cuando la fiesta había acabado, me senté al frente de la discoteca mientras me prendí un cigarrillo. Me senté para descansar un poco y esperar a los amigos que nunca encontré adentro de la discoteca. Mi cigarrillo y yo vimos cómo las parejas recién formadas salían con prisa para meterse en cualquier motel, vimos un par de tipos –de unos 25 años– peleándose por una rubiecita que estaba dándole el teléfono al gordo del Mercedes Benz y, cuando ya estaba todo casi acabado, vimos cómo salía esa completa desconocida, del brazo de otro tipo que le dio la respuesta correcta cuando ella le preguntó «¿para tu departamento o para el mío?».

Daniel.

10/03/2009

Dame tiempo...

...para ser el que necesito ser en este momento, el que necesitaba ser el día en que me rechazaste, el que debería ser mañana cuando no te tenga –otra vez–. Dame tiempo porque no es tiempo lo que necesito y con el tiempo puedo hacer otras cosas, entretenerme, tener de qué vivir, mientras eludo lo que realmente necesito. Dame tiempo porque mientras tenga tiempo tengo la posibilidad de ser feliz, ahora mismo, en este tiempo, en cualquier otro. Dame tiempo para invertirlo en olvidarte o más bien en no recordar lo egoísta que soy; tanto como para querer que me des tiempo, lo más importante que siempre tuviste. Dame tiempo y déjame hacer con él lo que yo quiera, hasta regalárselo a cualquiera que lo necesite para que desempolve sus penas y las prenda fuego. Dame tiempo para poder ponerle un punto final a este escrito.

Daniel.

5/03/2009

A ti que estás ahí al otro lado

A ti que estás ahí al otro lado ¿Qué podría decirte para tocar con mis letras la punta de tu nariz, tus cabellos?, ¿qué te podría decir? Yo que siempre te he hablado de tú, mientras a todos les hablaba de ti. Nada nuevo tengo yo para contarte, tú que lo sabes todo, pero aún así te hablo y te cuento y te persigo con mis palabras y casi nunca te alcanzo; aunque a veces bajas del cometa en el que estás y dibujas mis cejas con tu pulgar y me abrazas a tus sueños. Yo no tengo nada nuevo qué contarte porque ya algún día, de cierto modo, nos dijimos todo. Nos dijimos todo, no cuando hablamos durante una noche acerca de la importancia de cualquier cosa tonta y al final terminamos convenciéndonos de que ambos teníamos razón, sino cuando me miraste de reojo y nos reímos de nada en especial. Aunque pensándolo bien, tal vez sí tengo algo para decirte, algo que no es muy importante: sólo es algo y sólo lo vas a entender si crees que tengo algo para decirte; sabes bien que creer es una forma de amar.

Un día, uno de tantos, me preguntaste por qué te hablaba y no supe qué contestarte. La verdad es que cuando me pregunté qué podría decirte para tocarte con estas letras la punta de tu nariz y tus cabellos, lo supe de inmediato:
Yo no te hablo para promediarme en ti, te hablo para que mi voz tenga sentido. Tampoco te hablo porque tenga algo para decirte, lo hago para saberte y tener tu atención y regocijarme. Te hablo por no morirme de frío. Te hablo de lejos, de cerca, de lado, con mi mano en tus ojos, con ganas, con ira, con miedo, sin razones. Te hablo porque quiero hablarte, porque sé que no tengo nada qué decir y aún así me escuchas. Te hablo porque amo ver en ti la esperanza. Te hablo porque un día fuiste sincera, porque te enojaste, porque no quisiste estar más a mi lado. Te hablo porque extraño verte, porque estoy lejos, porque no me acerco. Te hablo porque me comprendes, te hablo porque cuando no estás me pongo a hablar conmigo y me dan náuseas. Te hablo porque me gusta verte reír. Te hablo porque me pareces maravillosa, aunque sé que a veces no te consideras así y por eso te lo quiero hacer saber en cada momento. Te hablo porque me enorgulleces, porque creo en ti y creer es una forma de amar. Te hablo porque te creo cuando me dices que me crees. Te hablo porque te amo.

Daniel.

26/02/2009

Alguien como yo

Siempre le dije que nos jugáramos la vida, que esto no duraba, que nos dijéramos todo sin palabras, que viéramos desaparecer la luna con el sol, que dejáramos de alargar la historia… y hoy de eso no hay nada. Sin embargo, sé que algún día se lo dije, aunque ella no esté conmigo y yo no esté más dispuesto. Hoy sigue la rutina de la vida: música por no estar solo, limpiar las cenizas en la mañana, la mejor loción cualquier día y no dormir bien porque nadie me desea las buenas noches.

Aunque ahora esté solo y la rutina de la vida me aplaste entre semana, las mismas pesadillas que antes me curaban con un café y un chiste, hoy se van gritándole al miedo, sin café y sin chistes, porque el miedo no entiende mucho de café. Ahora mismo son las cinco de la mañana, hice un esfuerzo por acostarme a la media noche pero no pude dormir más, las pesadillas no saben de chistes. Sé que pronto darán las seis y saldrá el sol y ya no tendré más ganas de taparme con la cobija y mirar rápidamente hacia afuera. Muy seguramente así sea, aún me queda una hora para aprovechar, para –quizá– contarle un chiste al miedo e invitarlo a que nos hagamos amigos para así compartir el café.

No sé, pero creo fue muy tarde cuando le dije que nos jugáramos la vida, que no duraba más, que habláramos sin palabras, que viéramos el amanecer, que nos dejáramos… Creo que fue muy tarde hasta para decirle que nos dejáramos, fundamentalmente porque nuestros caminos no se cruzaron: ni mi vereda tocó su avenida, ni ella quiso andar entre la gente por no verle la cara. Yo siempre lo he hecho y por eso digo que yo soy una vereda, una acera, y que llevo gente en mis espaldas y que amo mirar hacia arriba para encontrarme con alguien que piensa que su vida no tiene sentido, para regalarle una moneda para él solo; una moneda siempre saca una sonrisa. No es como con el miedo, que si le regalo una moneda se carcajea y me tilda de loco, una vez me preguntó que a quién quería comprar.

A cualquier lector pudiera parecer que estoy meditabundo y taciturno, que la vida me pesa y que sólo quiero quejarme. Lo malo es que a cualquier lector no le quiero quitar esa idea de la cabeza: yo me desnudo y me entrego, tanto en las letras como en la vida y cuando me desnudo no trato de esconder la panza que siempre me sale. Sin embargo tengo la alocada esperanza que detrás de esta pantalla hay alguien que me sabe, hay alguien que me imagina contándole chistes al miedo, hay alguien que me amó u odió irremediablemente, hay alguien que también tiene miedos, alguien como yo.

Daniel.

7/02/2009

Variando

Me encontré esto dentro de los archivos, vamos a ver si matizamos un poco, no recuerdo ya cuando lo escribí, creo que el año pasado.

Tira a una hoguera mis sueños
y luego búrlate en un aquelarre
toma mi alma de concreto
y fundela en tí, que tengo hambre

No me ocupo de que mientas
ni de que huyas de mí desesperada
la noche toca a mi puerta
y sé que vuelves en madrugada

volví a nacer con tu propuesta
y el corazón me lo alzo a cuestas
cuando no te veo en mis días

muchos ni te han conocido,
pero para mí maga has sido
al pintar mi casa de alegría.

Daniel.

6/02/2009

Ya me lo dijeron tres veces

- ¡No puede ser hijueputa!, ¿otra vez?

Carajo, ¿lo dije en voz alta? Sí, efectivamente lo dije en voz alta, esa señora que iba delante de mí volteó y me miró con esa típica cara de compasión e intolerancia. Después de comprobar que no me había sonrojado, ni había cambiado el ritmo de mi andar, volví a mirar hacia atrás.

Este siempre es el problema de cuando uno sale tarde de la casa. En principio uno no llama a un taxi porque se va a demorar demasiado y ese tiempo es oro para uno llegar no tan tarde, entonces uno comienza a caminar dirigiéndose al objetivo por una calle donde le das la espalda a los carros, es decir que los carros van para donde uno va. Es tan sólo ponerse a andar para comenzar a mirar sistemáticamente hacia atrás para tratar de anticiparse a la venida de un taxi, pero aquí pasan dos cosas que odio. La primera es que atrás de mí haya alguien, si es una mujer es aceptable, porque piensa que yo la miro porque es linda, aunque de todos modos ni la vaya a conocer y ella crea que estoy desesperado por irme detrás de su falda –a quitársela–; pero si es un hombre, o un grupo de hombres, es un tanto incómodo, vos te imaginás. Ya bien, si no hay nadie lo que pasa puede sacar de quicio al más cuerdo, al más equilibrado: siempre que uno deja de mirar sistemáticamente hacia atrás, pasa rápido un taxi desocupado y uno se lamenta y vuelve a mirar hacia atrás cada veinte segundos. Por el contrario si vos te decidís parar a esperar el taxi, este nunca pasa y llegás más tarde aún al destino.

Para nada sano, bueno, esto es para nada sano para los que no tenemos carro y vamos por la vida caminando cual si nos gustara hacer ejercicio y estar en forma. La verdad es que a mí siempre me importo cinco estar en forma, yo siempre pensé que yo estaba en forma: en forma de oso. Pero las enfermedades me hicieron espabilar y hoy voy por la vida intentando caminar más, teniendo una vida más saludable y hasta desayunando con Yogurt –definiendo desayuno como la primera comida después de levantarse–. Es que ya me lo dijeron tres veces: al que madruga Dios lo ayuda. Yo creo que por eso es que creo en el Budismo, nunca aprendí a madrugar. Mi lógica fue sencilla: como no madrugo, Dios no me ayuda; si Dios no me ayuda, no tengo salud, ni dinero, ni amor; si no tengo salud, ni dinero, ni amor, trato de estornudar tres veces; como no logro estornudar tres veces y quiero salud, dinero y amor y Dios no me va a ayudar porque no madrugo, entonces mejor me convierto al Budismo.

Daniel.

26/01/2009

Así soy yo

Bueno, hace ya un buen rato que no escribía en el blog, pero hoy tengo una buena excusa: estoy vivo. Sí, sé que eso puede sonar al pseudoromántico cliché de un marihuanero o a la primera frase del esperpento del doctor Frankenstein; pero no es así, nos equivocamos todos. Aunque sí es verdad que casi cuelgo estos guayos, aún estoy para dar lidia un buen tiempo en esta tierrita –ahora bastante gaucha– en donde habito. Mientras escribo, sigo convaleciente, con ganas de hablar sobre cualquier cosa y de tomarme un buen café, pero mi pobre cuerpito aún no puede tomar café así que vamos a la parte de hablar más bien. Sí, el doctor dijo que debía tomar reposo, pero cuando uno ha estado los últimos cinco días de la vida tirado en la cama, en el suelo, en un sillón, cada hora, no tiene ganas de tomar reposo. Primero que todo porque la espalda duele cada que cambia de forma (de la cama al suelo, del suelo al sillón, del sillón a la cama) y ahora sólo quiero borrarme un poco la línea que tengo en la nalga, sentado en esta silla, escribiendo un poco, porque así soy yo.

Bueno, en este tiempo que dejé de escribir en mi blog pasaron un montón de cosas lamentables: murió George Carlin, murió Pavarotti, murió Gómez de León, la tan aclamada operación Jaque hizo olvidar a los tantos otros mil secuestrados, Dayana Mendoza ganó el miss universo para el inope de Chávez y el atentado terrorista durante el aniversario del Grito de Dolores en Michoacán, entre otras cuantas. Pero también pasaron buenas, algunas, no digo que todas, pero sí me alegro que hayan agarrado a los estafadores de la pirámide DMG –aunque agarrado es un decir–, también me pareció muy bien que Obama quedara elegido presidente, el sueño de Luther King. Como dicen por ahí, el muerto al hoyo y el vivo al baile, así que vamos a darle. Aunque también pasaron mil cosas buenas, por lo menos para mí. Me mudé a Argentina, he conocido lugares y personas magníficas y de a poco me voy internacionalizando. Un par de amores en el camino me han aburrido y otro par me ha sacado alegrías. Nada del otro mundo, cosas que pasan en los viajes.

Hoy quería recordar, hacer un vademécum de mis viejos amores, pero resulta que no me acuerdo ya de ninguno. La última vez que creí hablar con un amor, me decepcionó y a la gente que me decepciona prefiero olvidarla en vez de recriminarle el porqué no es como yo esperé que fuera –o cosas del estilo–. Así que cero vademécum y cero amores, como quien dijo: vuelve y juega. Pero tampoco es que ahora mismo haya mil mujeres muriéndose por este moribundo, así que no me preocupa si me crece la barba y el pelo se me enmaraña, lo bueno de estar soltero y sin compromiso aparente es que esas cosas no le preocupan más los días martes o miércoles, pero sí los viernes y sábados. Aunque ¿saben qué? Al carajo, tampoco me preocupan los sábados, tal vez sí los viernes un poco, sólo para no parecer el loco del costal que no sabe en qué realidad vive y sale sin afeitarse, con colonia y con desodorante. La verdad es que no aprendo muy bien por qué importa más el afeitarse que el oler bien, pero bueno, no quiero parecer el loco del costal con ustedes tampoco, así que yo también sé la respuesta o me la imagino, pero me da tristeza con esos pelitos que son mutilados y se desprenden y se caen y se pierden en el lavamanos y se van por los caños y se ahogan mezclados con heces de todos los tamaños y colores. Me da mucha lástima por esos pelitos, también me dan lástima porque yo no quisiera ser mutilado y bañado en cuanta secreción encontrase en el camino y porque soy una persona sensible a fin de cuentas. Me conmueve que mis pelitos vayan a parar a cualquier lugar, sin embargo no quiero parecer el loco del costal y me los mutilo y los veo perderse en el lavamanos por el agua y a veces derramo una lagrimita, porque así soy yo –no siempre es porque me corto como creerían algunos–.

Dentro de las cosas que no me preocupa por estar soltero, o por alguna extraña razón, es el hecho de poder elegir qué quiero sin que alguien me vaya a seguir idénticamente y quitarle la originalidad a mi pedido o a mis ganas de cerveza en un vaso delgado. Yo soy así, si pido una cerveza Corona helada, prefiero ser el único del lugar que se tome una cerveza Corona helada. Eso me da cierto placer de ser original y de no pedir lo mismo que todos en el bar, ¡ah! Pero si todos están tomando Corona, yo me pido una Quilmes y me la disfruto más que cualquiera, sólo el hecho de ser diferente me gusta y lo disfruto y no me aflijo como los tontos que no saben qué pedir si no están en manada. No me preocupa, de hecho me gusta, que alguien no pida lo mismo que yo pido y que ese alguien tenga la seguridad de que yo voy a estar ahí para siempre, hasta cuando me crezca de nuevo la barba, un poco más blanca y menos asustadiza, y me salga más barriga y se me arrugue más la piel. Yo siempre imagino que a uno no lo imaginan viejo, sólo quieren estar con uno hasta que las ganas de estar con uno desaparezcan, sin embargo dicen mil cosas para asegurarse de que uno no se va a ir y las va a dejar con los crespos hechos, porque a nadie le gusta quedar con los crespos hechos. Siempre imagino que no se dan cuenta de que uno va a estar ahí, al igual que ellas, por un tiempo y que luego se va a aburrir, diga lo que diga, haga lo que haga, porque así somos. Yo siempre soy de imaginarme esas pequeñas cosas y me gusta, me gusta pensar y parecer el loco del costal, a veces. La verdad es que no me preocupa parecer como el loco del costal y salir sin afeitar, pero con colonia y desodorante, porque así, a veces, soy yo.

Daniel.