4/09/2010

Una crónica de concierto – Parte II

Me desperté de sobresalto y miré alrededor. Todo estaba en orden: el computador permanecía encendido, el ventilador me apuntaba directamente al cuerpo para distraerme de los treinta grados centígrados, y el sol se pronunciaba estridentemente entre las cortinas. Tras hacer el perezoso estiramiento de rigor, tomé el celular para saber la hora. Sólo por haberme despertado, más bien madrugado, a las 10 de la mañana, ese día era un día especial.

Dos días después del concierto de Silvio Rodríguez, en plena avenida San Juan estarían Fito Páez, Aterciopelados, Suárez Paz y Providencia, entre otros. Era el cierre del Tercer Congreso Iberoamericano de Cultura, del cual nuestra ciudad de la eterna primavera había sido elegida como sede. Mientras tanto, al otro lado de la ciudad y aún faltando 6 horas para que comenzara la acción, estaba yo. Extraño en el espejo, como siempre, intentaba arreglar el pelo en desorden cuando comenzó el partido entre Paraguay y España; se disputaban un cupo en la final de la Copa Mundial de la FIFA.

Eso de los mundiales no se da sino cada cuatro años y, por fortuna, cada partido es televisado por varios canales. Lo malo del asunto, es que por más que anuncien con varios meses de anticipación el horario de los partidos, uno sigue siendo hombre y, como todo buen representante del género, es más descuidado que el asesor de moda de Chávez; por ende, la preparación para los partidos del mundial es mínima. Apuesto que en las casas de las mujeres amantes del fútbol, la cervezas no cabían en la nevera desde hacía semanas enteras; todo para no tener que ir a la tienda más cercana a abastecer la reserva cervecera de todo hogar y no perderse los primeros veinte minutos del partido. Lo bueno del asunto es que la tienda más cercana a mi casa queda en la esquina y el tendero me conoce bien, así que ni bien llegué ya me tenía 6 cervezas de medio litro. Como pude le tiré el billete de diez mil y me devolví corriendo para la casa. Cuando llegué, jadeando gracias a mi excelente estado físico, sólo me había perdido los primeros quince minutos. «No es nada», pensé, pero según los locutores esos primeros quince minutos habían sido la quintaesencia del fútbol. Resignado, me tomé dos litros de cerveza y, sin pena ni gloria, fue pasando el primer tiempo.

Volviendo al concierto de clausura del Congreso Iberoamericano, yo debía encontrarme con el grupo de amigos de mi, ya nombrada, amiga Laura. Dicha cita tendría lugar cuando el segundo tiempo del partido llevaría diez minutos de haber comenzado. Lo más sensato, pensé en mi preocupación por no perderme un minuto más de juego, era ir al punto de encuentro rápidamente para pedir la cerveza de rigor y ver el segundo tiempo tranquilamente. Dicho y hecho: salí de mi casa, como pude, tomé un taxi y llegué a la estación Alpujarra del metro. Con mi vista de águila alcohólica ubiqué el bar más cercano desde dónde poder esperar a la gente.

Más o menos de este modo transcurrió el segundo tiempo: primera Club Colombia, penalti anulado a Paraguay, golpe en la pierna con la palma de la mano y madrazo, segunda Club Colombia, penalti a favor de España, gol, madrazo a todo pulmón, anulación y repetición del penalti, puño en la mesa y madrazo compuesto, desperdicio del segundo penalti, madrazo simple y tercera Club Colombia. Cuando iba por mi cuarta Club Colombia se completó el cupo de los amigos de Laura: ya estábamos listos para partir rumbo a la fila eterna.

La experiencia del concierto de Silvio, si bien me dejó claro quién era buen amigo mío, también me dejó una valiosa lección: cuando a un concierto vas, tu propio guaro llevás. Con la experiencia del caso, nos dispusimos a comprar nuestro aperitivo alcohólico. Cuando por fin pudimos conseguir aguardiente, nos enteramos que entrarlo era ilegal y, decepcionados, comenzamos a ingeniar la forma de camuflar el aguardiente. Mientras discutíamos sobre quién y dónde debería llevar el aguardiente, un compañero de fila, ya entrado en años, compartió con nosotros su inmensa sabiduría. Fue ahí cuando aprendí otra valiosa lección: Si a un concierto fueras, el guaro irá en las guevas. Los hombres, que éramos dos, nos miramos angustiados mientras tragábamos saliva. Finalmente, y por fortuna para todos, el guaro lo entraron las niñas en sus carteras.

Superada la entrada del aguardiente, buscamos un buen sitio desde dónde poder escuchar con claridad y estar cómodos —contrario al concierto anterior—. Tras envasar el guaro en botellas de agua, detalle de fina coquetería, hicimos la primera ronda. Creo que fue el primer trago de aguardiente en toda mi vida que no me entró en reversa y dando patadas. Ahí estábamos, felices, pues no pensábamos en las cinco horas, y el tremendo diluvio, que nos separaban de Fito Páez.

Yo, como siempre en mi despiste, no atiné a llevar un paraguas. Lo único que me protegía del frío era una camiseta; por cierto, nunca aprendí la diferencia entre camisa y camiseta, creo que la etapa de la vida en la que enseñan esa diferencia fue una de las que me salté, al igual que en la que enseñan cuál es el brócoli y cuál la coliflor. Cuando comenzó a llover, todo el grupo de amigos con el que estaba, cual si hubieran preparado una coreografía, sacó su respectivo paraguas. Yo sólo miraba perplejo, esperando a que alguien se apiadara de mí. Como nadie lo hizo, me acerqué al grupo —el cual había hecho una especie de iglú con todos sus paraguas—. Lo único que se me ocurrió para escapar de la lluvia fue abrazarme a todos con la excusa de que «qué buen grupo son»; corroboré entonces que la técnica del borracho abrazador, siempre funciona cuando llueve.

Ese concierto parecía más un homenaje a Leonardo Favio y a su bien conocida canción «Llovía, llovía». Andrea Echeverri —la cantante de Aterciopelados—, conmovida, también se mojó con el público; bueno, no fue tan emocionante, más bien salió a la lluvia y quedó bañada. Mientras tanto, yo seguía debajo del paraguas-iglú del grupo, hasta que dije: «no más», si pasa alguien vendiendo paraguas compro uno. Gracias al arte del rebusque paisa, no pasaron más de cinco minutos para que alguien pasara gritando a todo pulmón: «¡paraguas, paraguas! ¡Lleve su paraguas!». Cuando pregunté el precio del paraguas, era el equivalente a una botella de ron; descarté entonces el paraguas. Entonces, el vendedor me dijo: «también tengo capuchas inpermiables». Cuando pregunté el precio, era equivalente a media botella de ron; descarté entonces la capucha impermeable. Me dijo, ya resignado, el vendedor: «tengo plástico, si quiere». Me dijo el precio y como era equivalente a una cajetilla de cigarrillos, y yo estaba en proceso de dejar de fumar, compré presuroso el plástico.


Era gracioso, era un plástico de dos metros por dos metros, el cual para tapar de la lluvia con cierto grado de satisfacción, tenía que ser sostenido por cada esquina. Convencí a la otra persona que no había llevado paraguas a que sostuviera conmigo el plástico aquel. Ambos nos veíamos como si hubiéramos empezado la coreografía de YMCA y nos hubiéramos detenido en la Y. Quince minutos después, no sentíamos los brazos y, lo peor, la única parte del cuerpo que nos protegía el plástico, eran las palmas de las manos. Desechamos el plástico y volvimos cabizbajos al iglú de paraguas.

Horas más tarde, aún lloviendo y con la ropa totalmente empapada, anunciaron que Fito Páez estaba próximo a salir. Para ese entonces, varios compañeros del grupo habían desertado. Seguíamos pocos, entre ellos la joven espía Lina, que tenía el mismo grado de perseverancia que yo pero, por fortuna, no compartíamos la distracción exagerada: ella sí había llevado paraguas.

Al final, Fito salió y la lluvia torrencial se convirtió en un rocío inofensivo. Guardamos el paraguas y a disfrutar del concierto. Cabe mencionarlo: no soy el más fanático de Fito, pero el concierto me lo disfruté. Cuando terminó el concierto, tuve que caminar casi 15 cuadras para tomar un taxi. Después de aguantarme la historia sentimental del conductor y su pésima, casi nula, habilidad de conducción, llegué a mi casa. Viéndolo a la luz de la distancia, creo que valió la pena el concierto y el catarro de una semana, producto de la mojada. Sobre todo, valió la pena ir con un montón de niñas al concierto, y no sólo por lo que representa una compañía femenina, sino por la facilidad para comprarse lo que sea con una mirada, incluyendo la mano dura de un policía que busca aguardiente para decomisar y tomárselo posteriormente.

Daniel.