22/08/2012

Esto es el colmo

Esto es el colmo: llevo aquí sentado más de veinticinco minutos y aún nadie aparece. Es el peor lugar de estos que he visitado, y eso que estoy contando los que visité en Lima. Eso sólo me pasa a mí: cuatrocientos lugares para elegir y me meto al peor. Creo que cuando Edward Murphy Jr. rezó su máxima “si algo puede salir mal, saldrá mal”, lo hizo pensando en mí. De hecho, lo hizo mostrando la foto de mis grados de primaria, en la cual al fotógrafo que contrataron le pareció gracioso dejar una foto de prueba en la que me estaba hurgando la nariz.
Ya van treintitrés minutos y nadie aparece todavía. Debería irme a otro lado, aunque sabiendo mi suerte, justo en el momento en que ponga un pie afuera, alguien aparecerá para atenderme y se dará el incómodo momento donde esa persona intentará convencerme de que me quede y yo diré cualquier excusa que sea más importante que el hecho de haber esperado treintitrés minutos.
Debería dejar una carta en el buzón de sugerencias, aunque para eso primero debería sugerir que pusieran uno de esos buzones. Ahí viene un trabajador de este sitio, ¡ya se va a enterar!
— Oiga, ¿qué es esta falta de respeto con el cliente? Estoy aquí hace más de media hora y aún nadie ha venido a atenderme.
— Señor…
— ¡Señor, nada! Les debería dar vergüenza el trato que ustedes manejan. ¡Esta es la primera y la última vez que vengo a este lugar!
— Señor…
— ¡Déjeme terminar! Me parece el colmo que una persona llegue con hambre y aun así eso no les importe a ustedes. Voy a hacer que les hagan una crítica bien mala en El Colombiano, para que aprendan. Ahora sí, ¿qué tiene para decir en su defensa?
— Señor, esto es autoservicio.

4/09/2010

Una crónica de concierto – Parte II

Me desperté de sobresalto y miré alrededor. Todo estaba en orden: el computador permanecía encendido, el ventilador me apuntaba directamente al cuerpo para distraerme de los treinta grados centígrados, y el sol se pronunciaba estridentemente entre las cortinas. Tras hacer el perezoso estiramiento de rigor, tomé el celular para saber la hora. Sólo por haberme despertado, más bien madrugado, a las 10 de la mañana, ese día era un día especial.

Dos días después del concierto de Silvio Rodríguez, en plena avenida San Juan estarían Fito Páez, Aterciopelados, Suárez Paz y Providencia, entre otros. Era el cierre del Tercer Congreso Iberoamericano de Cultura, del cual nuestra ciudad de la eterna primavera había sido elegida como sede. Mientras tanto, al otro lado de la ciudad y aún faltando 6 horas para que comenzara la acción, estaba yo. Extraño en el espejo, como siempre, intentaba arreglar el pelo en desorden cuando comenzó el partido entre Paraguay y España; se disputaban un cupo en la final de la Copa Mundial de la FIFA.

Eso de los mundiales no se da sino cada cuatro años y, por fortuna, cada partido es televisado por varios canales. Lo malo del asunto, es que por más que anuncien con varios meses de anticipación el horario de los partidos, uno sigue siendo hombre y, como todo buen representante del género, es más descuidado que el asesor de moda de Chávez; por ende, la preparación para los partidos del mundial es mínima. Apuesto que en las casas de las mujeres amantes del fútbol, la cervezas no cabían en la nevera desde hacía semanas enteras; todo para no tener que ir a la tienda más cercana a abastecer la reserva cervecera de todo hogar y no perderse los primeros veinte minutos del partido. Lo bueno del asunto es que la tienda más cercana a mi casa queda en la esquina y el tendero me conoce bien, así que ni bien llegué ya me tenía 6 cervezas de medio litro. Como pude le tiré el billete de diez mil y me devolví corriendo para la casa. Cuando llegué, jadeando gracias a mi excelente estado físico, sólo me había perdido los primeros quince minutos. «No es nada», pensé, pero según los locutores esos primeros quince minutos habían sido la quintaesencia del fútbol. Resignado, me tomé dos litros de cerveza y, sin pena ni gloria, fue pasando el primer tiempo.

Volviendo al concierto de clausura del Congreso Iberoamericano, yo debía encontrarme con el grupo de amigos de mi, ya nombrada, amiga Laura. Dicha cita tendría lugar cuando el segundo tiempo del partido llevaría diez minutos de haber comenzado. Lo más sensato, pensé en mi preocupación por no perderme un minuto más de juego, era ir al punto de encuentro rápidamente para pedir la cerveza de rigor y ver el segundo tiempo tranquilamente. Dicho y hecho: salí de mi casa, como pude, tomé un taxi y llegué a la estación Alpujarra del metro. Con mi vista de águila alcohólica ubiqué el bar más cercano desde dónde poder esperar a la gente.

Más o menos de este modo transcurrió el segundo tiempo: primera Club Colombia, penalti anulado a Paraguay, golpe en la pierna con la palma de la mano y madrazo, segunda Club Colombia, penalti a favor de España, gol, madrazo a todo pulmón, anulación y repetición del penalti, puño en la mesa y madrazo compuesto, desperdicio del segundo penalti, madrazo simple y tercera Club Colombia. Cuando iba por mi cuarta Club Colombia se completó el cupo de los amigos de Laura: ya estábamos listos para partir rumbo a la fila eterna.

La experiencia del concierto de Silvio, si bien me dejó claro quién era buen amigo mío, también me dejó una valiosa lección: cuando a un concierto vas, tu propio guaro llevás. Con la experiencia del caso, nos dispusimos a comprar nuestro aperitivo alcohólico. Cuando por fin pudimos conseguir aguardiente, nos enteramos que entrarlo era ilegal y, decepcionados, comenzamos a ingeniar la forma de camuflar el aguardiente. Mientras discutíamos sobre quién y dónde debería llevar el aguardiente, un compañero de fila, ya entrado en años, compartió con nosotros su inmensa sabiduría. Fue ahí cuando aprendí otra valiosa lección: Si a un concierto fueras, el guaro irá en las guevas. Los hombres, que éramos dos, nos miramos angustiados mientras tragábamos saliva. Finalmente, y por fortuna para todos, el guaro lo entraron las niñas en sus carteras.

Superada la entrada del aguardiente, buscamos un buen sitio desde dónde poder escuchar con claridad y estar cómodos —contrario al concierto anterior—. Tras envasar el guaro en botellas de agua, detalle de fina coquetería, hicimos la primera ronda. Creo que fue el primer trago de aguardiente en toda mi vida que no me entró en reversa y dando patadas. Ahí estábamos, felices, pues no pensábamos en las cinco horas, y el tremendo diluvio, que nos separaban de Fito Páez.

Yo, como siempre en mi despiste, no atiné a llevar un paraguas. Lo único que me protegía del frío era una camiseta; por cierto, nunca aprendí la diferencia entre camisa y camiseta, creo que la etapa de la vida en la que enseñan esa diferencia fue una de las que me salté, al igual que en la que enseñan cuál es el brócoli y cuál la coliflor. Cuando comenzó a llover, todo el grupo de amigos con el que estaba, cual si hubieran preparado una coreografía, sacó su respectivo paraguas. Yo sólo miraba perplejo, esperando a que alguien se apiadara de mí. Como nadie lo hizo, me acerqué al grupo —el cual había hecho una especie de iglú con todos sus paraguas—. Lo único que se me ocurrió para escapar de la lluvia fue abrazarme a todos con la excusa de que «qué buen grupo son»; corroboré entonces que la técnica del borracho abrazador, siempre funciona cuando llueve.

Ese concierto parecía más un homenaje a Leonardo Favio y a su bien conocida canción «Llovía, llovía». Andrea Echeverri —la cantante de Aterciopelados—, conmovida, también se mojó con el público; bueno, no fue tan emocionante, más bien salió a la lluvia y quedó bañada. Mientras tanto, yo seguía debajo del paraguas-iglú del grupo, hasta que dije: «no más», si pasa alguien vendiendo paraguas compro uno. Gracias al arte del rebusque paisa, no pasaron más de cinco minutos para que alguien pasara gritando a todo pulmón: «¡paraguas, paraguas! ¡Lleve su paraguas!». Cuando pregunté el precio del paraguas, era el equivalente a una botella de ron; descarté entonces el paraguas. Entonces, el vendedor me dijo: «también tengo capuchas inpermiables». Cuando pregunté el precio, era equivalente a media botella de ron; descarté entonces la capucha impermeable. Me dijo, ya resignado, el vendedor: «tengo plástico, si quiere». Me dijo el precio y como era equivalente a una cajetilla de cigarrillos, y yo estaba en proceso de dejar de fumar, compré presuroso el plástico.


Era gracioso, era un plástico de dos metros por dos metros, el cual para tapar de la lluvia con cierto grado de satisfacción, tenía que ser sostenido por cada esquina. Convencí a la otra persona que no había llevado paraguas a que sostuviera conmigo el plástico aquel. Ambos nos veíamos como si hubiéramos empezado la coreografía de YMCA y nos hubiéramos detenido en la Y. Quince minutos después, no sentíamos los brazos y, lo peor, la única parte del cuerpo que nos protegía el plástico, eran las palmas de las manos. Desechamos el plástico y volvimos cabizbajos al iglú de paraguas.

Horas más tarde, aún lloviendo y con la ropa totalmente empapada, anunciaron que Fito Páez estaba próximo a salir. Para ese entonces, varios compañeros del grupo habían desertado. Seguíamos pocos, entre ellos la joven espía Lina, que tenía el mismo grado de perseverancia que yo pero, por fortuna, no compartíamos la distracción exagerada: ella sí había llevado paraguas.

Al final, Fito salió y la lluvia torrencial se convirtió en un rocío inofensivo. Guardamos el paraguas y a disfrutar del concierto. Cabe mencionarlo: no soy el más fanático de Fito, pero el concierto me lo disfruté. Cuando terminó el concierto, tuve que caminar casi 15 cuadras para tomar un taxi. Después de aguantarme la historia sentimental del conductor y su pésima, casi nula, habilidad de conducción, llegué a mi casa. Viéndolo a la luz de la distancia, creo que valió la pena el concierto y el catarro de una semana, producto de la mojada. Sobre todo, valió la pena ir con un montón de niñas al concierto, y no sólo por lo que representa una compañía femenina, sino por la facilidad para comprarse lo que sea con una mirada, incluyendo la mano dura de un policía que busca aguardiente para decomisar y tomárselo posteriormente.

Daniel.

12/07/2010

Ser sutil — No es que tenga que ver conmigo

Generalmente, escribo cosas que me pasan de la manera que no me pasaron por si la víctima de mis, casi siempre, errores entra a este blog —un error le puede ocurrir a cualquiera; pasa en las mejores familias—. Hoy quiero hablar justamente de eso, de las sutilezas; no es que tenga que ver conmigo, pero puede pasarle a alguien.

¿Está bien ser sutil?, ¿cuándo dejar de ser sutil?, ¿es sutil un sinónimo de gaseoso?, ¿si un árbol se cae sutilmente en el medio del bosque aparece un ovni? Ah, no... así no es. En fin, el punto es que quizá ser sutil sea útil en situaciones extremas como avisar la muerte de un familiar, pero hay otras en las que es inviable, por ejemplo cuando alguien te va a pegar con un bate de béisbol por haberte metido en la cama con su novia. Por más que digás que sólo tuvieron sexo salvaje durante veinte minutos, él te va a pegar igual. O cuando tu novia es la que se acostó con el tipo del bate de béisbol y vos le vas a ir a reclamar sutilmente al tipo por haberse acostado con ella, él te va a pegar igual. O, en un caso menos dramático, cuando esperás una acción de alguien e intentás hacérselo saber en código morse. No es que tenga que ver conmigo, pero puede pasarle a alguien.

Ahora bien, ¿sonreír es un acto sutil? Yo siempre he sostenido que el humor acerca al amor; excepto si ella se ríe mientras vos te desnudás. Pero una sonrisa puede ser un «calláte» de forma sutil. Yo odiaba cuando la gente se reía cuando yo hablaba cosas serias, luego me enteré que decía las cosas serias de una forma graciosa. Más tarde me enteré que decir cosas serias sin decirlas de una manera graciosa, puede herir gravemente —en especial a uno mismo... y me refiero herir del tipo «me voy para urgencias que me pegaron una puñalada»—. Así que cuando quiero decir algo en serio, se me sale de pronto un chiste y mi punto, sobre el que intentaba generar consciencia, se hunde mientras la carcajada aflora.

En estos días iba en el metro... ah, no, esa ya la usé hace como un mes. En estos días iba en... este... ¡a pie! Eso: en estos días iba a pie cuando sorprendí a una pareja que caminaba a paso largo hacia un centro comercial. Iban a ver una película, iban tarde y era culpa —digamos— de él, porque mientras él buscaba los boletos de entrada en su billetera ella lo miraba como si fuera Ingrid Betancourt después de la demanda al estado. Cuando el tipo por fin encontró los boletos, ella lo miró a los ojos y le dijo: «si no los hubieras encontrado no me hubiera molestado, ¿sabés eso, cierto?». Todos sabemos que es una mentira total, pero en caso de que me lo hubiera dicho a mí, la hubiera metido en un taxi y para el motel más cercano a toda prisa, así sólo sea para verle la cara. Esa novia, porque ese comportamiento sólo lo tienen las novias, cuando sea mamá va a ser de las que se les olvida el cumpleaños de Juan, por poner cualquier nombre, y espera todo el día a que Juan la embarre por algo. Cuando Juan por fin la embarra, porque todos tenemos un promedio de embarrada por hora de 3,5, ella le dice «si no la hubieras embarrado te hubiera dado ese viaje que siempre quisiste a Ibiza con todos los gastos pagados, ya tenía todo listo, ¿sabés eso, cierto?». No es que tenga que ver conmigo, pero puede pasarle a alguien.

Hay libros para todo: para aprender a armar un barco dentro de una botella —los regalan en las recepciones de la cárcel—, para amarse a uno mismo, para odiarse a uno mismo, para aprender a decir no y para cocinar comidas que no sean un peligro biológico, pero no hay ningún libro que enseñe a ser sutil con éxito. Eso lo quiero ver, un libro que se llame «100 sutilezas funcionales; yo de usted lo leería».

En definitiva, parece que ser sutil es un arte que dominan muy pocos. A esos sabios les basta con decirle a su novia «me está rascando un huevo» para que ella entienda, le traiga una cerveza fría, le prepare una pizza napolitana y lo deje ver el partido tranquilo. Si se hace un libro, ellos son los que deberían escribirlo. Pero no en términos científicos —si tal cosa pudiera existir en las interacciones humanas—, más a modo biográfico. Contando la historia de la relación y narrando con pelos y señales qué dijeron para que funcionara en determinado momento. Si no lo hacen de ese modo, simplemente escribirían «conoce a tu pareja» y uno no entendería un carajo. No es que tenga que ver conmigo, pero puede pasarle a alguien.

Daniel.

5/07/2010

Una crónica de concierto

Si alguien me lo hubiera dicho hace siete años no lo hubiera creído. Pero ahí estaba Silvio, a menos de 200 metros, cantando para mí. El Daniel con 16 años, y con muchas menos penas, hubiera coreado todas las canciones del señor Rodríguez como si el mundo se fuera a acabar; sin embargo, algo pasó en estos siete años, algún Daniel la cagó y nos desvió del rumbo.

«Listo, compadre, nos vemos entonces a las cinco allá, no faltés, un abrazo», dije antes de colgar el teléfono. Eran las 11 de la mañana y Carlos había pasado la noche despierto, pero aún así yo no lo iba a dejar descansar demasiado, él tenía el guaro y la cita en la noche era con Silvio —y con Carlos... y con el guaro que llevaría Carlos—. Aparte de Carlos, también había hablado con otros amigos para verme en el concierto.

El jueves era un día de luto agridulce. Por una parte estaba el concierto que otrora hubiera disfrutado hasta el paroxismo, por otra parte ella se iba al Bagre para hacer un mes de internado, yo sólo podía aprovechar el tiempo que le sobraba para entregarle un par de libros que le servirían a modo de compañía durante la estadía en aquel pueblo al lado del Magdalena. El jueves aprendí que a uno no le enseñan a despedirse. Es de esas cosas que no se hacen más fáciles, tampoco, con la práctica y los años.

A las cuatro, yo, es decir este Daniel de veintitantos años, estaba camino al concierto, acortando camino y saltándome la entrada con su respectiva requisa, sin quererlo, al pasar por la Alpujarra. Si hubiera sabido que no me iban a requisar, como mínimo hubiera entrado dos litros de ron, a uno lo habría bautizado Sergio Fajardo y al otro Alonso Salazar; porque con el primero me hubiera puesto feliz y con el segundo hubiera quedado llevado del putas.

Cuando avancé lo que más pude en el tumulto, comenzó mi aventura: llegar hasta donde Laura. Con Laura en la cotidianidad casi no nos vemos, más por una cuestión geográfica que por otra cosa. Ella vive donde el viento se devuelve, donde la electricidad llega en canoa, donde el agua llega pidiendo jugo, allá vive; sí, en la mierda. En un concierto hay tres etapas básicas: madrugada, también llamada pretumulto; tumulto, conocida a su vez como preconcierto de sudoración multitudinaria intervenida y cooperada; y concierto. Yo estaba en la segunda etapa. En ese punto del tumulto, porque este a su vez tiene diversos estadios, ya había descartado la opción de verme con otros amigos que estaban... bueno, no me acuerdo dónde estaban.

Sabiendo que estaba a treinta personas de distancia de mi amiga, avanzar entre la gente era imposible, todos estaban sentados en la calle, en la acera o en los muslos de sus compañeros de tumulto; la situación era insufrible.

Es muy curioso que cuando tenés algo en común con alguien y hay una espera compartida, fluye una conversación. En mi caso hablaba con todos los que estaban solos mientras esperaban a que todos se pararan para avanzar hasta donde su grupo de amigos.

Desde que tengo memoria me ha encantado conocer gente. Soy de esos tipos que inician una conversación en una tienda del barrio a las 9 de la mañana y a la tarde termina tomando café en el centro con la misma persona. Cualquier pretexto vale, para mí, a la hora de entablar una conversación: la inmortalidad de Highlander, la barba de Hussein, la programación de Teleantioquia, el capítulo 1.658 de Padres e Hijos, la evolución quirúrgica de Michael Jackson, las aventuras de la patasola; cualquier cosa.

Conocí de todo, muchos rolos que habían viajado toda la noche sólo para ver a Silvio, varios costeños aficionados a la música protesta —lo juro— y hasta a una paisa, entrada en los años, que sentada en el piso quería aprovecharse de su puesto, vendiendo la pasada. Sí, levantar una pierna y luego la otra, por encima de su diminuta estatura costaba, según ella, doscientos pesos; lo triste es que vi pagar a más de un incauto.

Dos horas después conseguí avanzar hasta llegar donde mi amiga y su grupo de amigos. Laura y sus amigos eran más bien jóvenes... y sobrios. Yo, que esperaba todavía a Carlos y el litro de aguardiente, sentía que era el ser humano más sobrio en todo el concierto, más sobrio incluso que los amigos de Laura, pues ellos jugaban a pegarse papelitos en la frente, y quienquiera que haga eso no puede estar demasiado sobrio.
Yo estaba aturdidamente sobrio. Comenzó a cantar Jorge Drexler y yo seguía sobrio. Cantó la segunda canción y yo sobrio. Cuando comenzó a cantar la tercera, propuse lo que en otros grupos del tumulto habría sido un suicidio:

— Muchachos, ¿qué tal si nos vamos afuera del tumulto, compramos aguardiente y nos lo tomamos tranquilos?

Para mi sorpresa, y la de ellos porque no creo que se esperaran tal propuesta, aceptaron. Y fue en la cuarta canción de Drexler que nosotros, el grupo de gente y mi sobriedad, fuimos abriéndonos paso entre gente malhumorada por la espera. Cinco minutos después, en la sexta canción, yo estaba paladeando el primer trago del concierto y no jodí más al atormentado grupo de mi amiga Laura.

Cinco minutos habían pasado desde que hablé Carlos, quien estaba en la fila para ingresar al concierto, cuando escuché a alguien dando alaridos a cincuenta metros. «Paniaaagua», decía la pobre voz. «Paaan —tos y carraspeo— iaguaaa», volvió a gritar, esta vez más estrepitosamente. Yo lo supe enseguida: Carlos. Fui en su búsqueda y, como un sabueso, paraba oreja cada que oía mi apellido en forma de alarido. No supe si era la acústica del Parque de las Luces o mi falta de entrenamiento, pero me tocó llamarlo al celular.
«Paniagua, no me lo va a creer pero los aguardientes me hicieron botar el policía que traía», lo miré fijamente. «Que me lo hicieron botar...», repitió con los ojos llorosos.

— ¿Pero no te lo dejaron tomar?

— Me tomé todo lo que pude... y estoy borracho.

Me sentí orgulloso. Mi amigo, el que había traído el aguardiente desde el otro extremo de la ciudad para compartirlo conmigo, en el acto más desprendido que se puede uno imaginar, se sacrificó para evitarme tener una resaca y se tomó, de un tirón, todo el licor. Ese es un amigo. Desde la infinita sobriedad que padecía, me atacó el gusanito de la envidia, pero treinta segundos después, ya cuando Drexler estaba cantando su última canción, compramos medio litro de aguardiente y solucioné el problema.

Como ya era hora de ir a buscar puesto para ver el concierto, caminamos Carlos, dos amigos y yo, rumbo a la fila. Antes de irme, me despedí del grupo de Laura, que esta vez jugaba a otra cosa que no consigo recordar.

Conseguimos un excelente puesto, nos tapaba la vista un árbol, no se oía más que el eco y los compañeros de tumulto no podrían haber estado mejor: la mitad de los que nos rodeaban estaban fumando marihuana, la otra mitad estaba borracha, a excepción de Sergio y la novia —dos individuos que el buen Carlos decidió invitar a tomar, sólo por echarle los perros a la novia; razón loable, por cierto—.

Tras una corta espera salió Silvio Rodríguez y el asunto fue otro. La mitad que estaba fumando comenzó a lanzar teorías acerca del origen de las canciones; por ejemplo que Sueño con Serpientes había sido una premonición de que al gobierno de Uribe no lo iban a poder bajar nunca del poder porque «la mato y aparece otra mayor». La mitad que estaba borracha comenzó a saltar y a hacer pogo en el Unicornio y en Ojalá; incluso algunos hicieron pogo con las fallas de sonido. Por su parte, Sergio y la novia seguían recibiendo guaro de Carlitos, que de vez en cuando aprovechaba para guiñarle el ojo a la novia y echarme la culpa a mí.

Cuando Silvio concluyó su presentación, todos pensamos que el concierto había llegado a su fin y al pobre de León Gieco le tocó darle un concierto al 30% de los asistentes. Si tan sólo yo hubiera tenido una programación, me hubiera quedado a disfrutar del concierto, pero después me enteré que sólo la recibían aquellos que entraban oficialmente; así que mi entrada por la Alpujarra fue doblemente aprovechada.

Noche inolvidable aquella. Pronto, si recuerdo, escribiré la segunda crónica de concierto, esta vez del concierto de Suárez Paz, Aterciopelados, Zoe y Fito, entre otros. Pero eso será ya harina de otro costal.

Daniel.

26/06/2010

Andáte a la mierda

¿No se han dado cuenta que últimamente ya nadie está bien? Antes, recuerdo, todos estaban bien, pasara lo que pasara, quedara presidente quien quedara, fueran amados o no, tuvieran dinero o no: todos andaban como si hubieran acabado de tener el mejor orgasmo de sus vidas. Uno preguntaba:

— ¿Qué hubo, cómo vas?
— ¡Muy bien!, ¡excelente!, ¡fenomenal! ¿Y vos qué?

Y de repente la conversación fluía lo más de bien, pero ahora las cosas no son así. Desde hace un tiempo para acá la gente ha comenzado a responder cosas tan pesimistas como: «ahí vamos, respirando», «dame una moneda y te digo que bien», «remándola como los pitufos», «más de malas que un emo crespo», «para abajo como pipi de viejito». Definitivamente, esta gente de hoy en día hace quedar a Murphy como el ser más optimista.

Yo mismo, que me he considerado una persona altamente positiva y optimista, hace poco llamé a una amiga y me sorprendí cuando me respondió al típico saludo con su: «¡muy bien Dani, mejor no podría estar y tú!». Me quedé espantado, se me heló la espalda y se me erizó el pelo. Antes de colgar el teléfono, sólo atiné a gritarle: «¡anormal!».

Sin ir más lejos, y para ilustrar la condición pesimista y negativa de la sociedad, les voy a compartir una pequeña historia que presencié hace menos de una semana.

Yo iba en el Metro y, como por «inteligente» dejé mi iPod, con audífonos y cargador, conectado en un café internet al sur de Ecuador, no tenía mejor cosa qué hacer que escuchar la discusión de una joven pareja: ella le gritaba sin parar, él, en una actitud envidiable, la escuchaba serenamente.

— Vos, ¡que nunca me presentás a tus amigos! — reprochaba la susodicha. Yo le hubiera contestado:
— Es que yo no tengo amigos, ellos son solamente conocidos.

Media hora duró ella sacándole los trapitos al sol, apuntándole cada cagada que el pobre tipo había cometido; por lo menos, las que ella conocía.

— Y ni hablar de las quincenas: a vos te pagan y te vas a emborrachar solo, ¡a mí ya desde hace dos años que no me comprás ni un helado! — vociferaba la mujer. Yo sí le hubiera dicho:
— ¿Y yo cómo iba a saber que vendías helados?

Es que hay un axioma de las relaciones: lo de ella es de ella y lo de uno... también es de ella. No me dejen salir del tema, volvamos entonces a la pareja del metro. Sin exagerar fue media hora de ella gritándole al oído, media hora en la que el novio, o lo que fuere, se comportó como un caballero, sin responderle una sola palabra. Después de un largo silencio, en el que ella esperó que él hiciera su defensa pero no obtuvo más que las miradas de todos los pasajeros, la fiera, llorando casi desconsoladamente, le dijo:

— ¡¡¡Pero contestáme, mierda, decíme algo!!!

El tipo comenzó a mirarla detenidamente, mientras se sobaba repetidamente con el dedo índice la nariz, como diciéndole que tenía sucia la nariz. Ella se río.

Yo aplaudí internamente. Dentro de mí se armó una hinchada para este valiente, sincero y demagogo personaje. Y no era yo el único, muchos pasajeros demostraban gestos aprobatorios hacia el joven. Pero como a las mujeres cuando están llorando les molesta que uno les haga perder la concentración al hacerlas reír, ella, impotente ante la mudez del tipo, de una cachetada le dejó su mano, con anillo y todo, marcada en la cara.

Hubo un silencio general en el metro; los que hablaban por celular suspendieron sus llamadas, los que escuchaban música se quitaron los audífonos, los que hablaban entre sí se callaron, las madres le taparon los ojos a sus hijos y algunos temieron por sus vidas. Yo por dentro coreaba: «¡que le pegue, que le pegue!».

El metro se detuvo, las puertas se abrieron, ella se paró impulsivamente y antes de salir del vagón, gritó a los cuatro vientos: «¿sabés qué? ¡Andáte a la mierda!».

El tipo se quedó sentado y levantó los hombros ante las miradas inquisidoras de todos los pasajeros. Yo me quedé parado, esperando a que él hiciera algo, la insultara por lo bajito, le mostrara los dientes, le sacara la lengua, le tirara un zapato. Pero él no hizo nada.

Creo que pensó lo mismo que pensé yo un tiempo después: «¿para qué me pedís que me vaya a la mierda? Con vos, en la mierda estoy desde hace rato».

Daniel.

22/06/2010

Te propongo un trío

A estas alturas del partido —y eso que estamos con mundial a bordo— yo pensaba que los tríos formaban parte del mundo del imaginario, junto a los unicornios, las ninfas, los DVDs originales, las eyaculaciones femeninas y los políticos honestos. Pero estaba equivocado.

Desde que tenía trece años he soñado con el día en que una bella mujer me propusiera un trío; a decir verdad, me conformaba una no tan bella.

Leí mil consejos para conquistar mujeres en los que decían que lo importante no era el qué, sino el cómo; incluso en algún sitio aprendí que el momento mágico no se debía dejar perder por ningún motivo, porque sólo se da uno por pareja (ese momento en el que las miradas se cruzan y uno no sabe si está enamorado o tiene una dispepsia).

Durante esos días juveniles siempre estaba atento a las miradas de todas las mujeres para no perder el momento mágico, el momento de la propuesta: ese esperado momento de buen sexo en forma de ménage à trois.

Hoy, después de diez años de larga espera, por fin alguien me mencionó las palabras mágicas poniendo fin a mi calvario. Aunque para mi desagrado no fue una bella, ni siquiera una no tan bella, dama, sino un hombre, panzón, con veintitantos años, halitosis, tres pelos en la barba y diez en el bigote.

Es que nadie se hubiera imaginado que mi amigo Carlos, confidente en algunas ocasiones, guardaespaldas en otras, iba a ser quien dijera la frase que otrora abriera la caja de pandora. Carlos y sus diez pelos en el bigote. Carlos y su halitosis. Carlos y sus ganas de un trío conmigo y su novia.

Yo no sé ustedes qué hubieran hecho, sabios lectores, ante tal propuesta. Yo entré en un estado dubitativo: ¡es que diez años son diez años! Tal vez no vuelva a tener una propuesta así en mucho tiempo. Aunque siendo honestos, el panorama no me emociona demasiado. Hay una mujer, claro está, pero el sólo hecho de pensar que un hombre va a estar al mismo tiempo que yo donde me divierto, me deja un sinsabor que no sé cómo explicar.

De todos modos, es una gran propuesta y le agradezco de corazón a Carlos por tenerme en cuenta.

Todavía me cuesta creer cuando me dijo: «te propongo un trío: mi novia canta, yo toco la percusión y vos la guitarra».

Daniel.

18/06/2010

Dr. Corazón... Relaciones de facebook

A la dirección de Quiero Una Mujer Normal, blog asociado, llegó una carta muy interesante. El remitente quería saber si su relación iba en serio.

De las cosas más difíciles de entender en el mundo de las relaciones sentimentales es el grado de seriedad. Y no depende de quién lleve flores a quién o de proponer matrimonio; eso es lo de menos. Vos podés estar saliendo con tu pareja, llevar seis meses idílicos de promesas a futuro, de noches de película, de presentaciones ante la familia y desayuno a las 2 de la tarde, pero si no aparecés en su red social como el abanderado, déjame decirte que estás frito. Esto es así.

Contrario a lo que nos pasa a los hombres, que cuando nos encontramos en una relación estable nos volvemos más atractivos para las mujeres, el efecto en ellas es otro. Ellas necesitan estar solteras para ser asediadas, para sentirse bonitas todo el tiempo, ¿por qué? Porque es su naturaleza.

A nosotros, los hombres, nos importa muy poco que en nuestra red social aparezca que estamos en una relación, viudos, solteros, comprometidos. Personalmente no he sido de compartir con la gente lo que pasa en mi vida, pero haré una excepción: hace un tiempo salía con una mujer muy linda, muy bien plantada, pero era sólo sexo; ella lo sabía, yo lo sabía. A medida que comenzamos a salir más seguido, su manera de verme comenzó a cambiar y de repente comenzó a dejar ropa interior en mi casa; normal, me dije yo. Luego, su cepillo de dientes, sus pantalones preferidos y la chaqueta de invierno. Hasta aquí todo era normal, pero me di cuenta de que las cosas iban en serio cuando entré al Facebook y tenía esa invitación a confirmar el hecho de que ella y yo estábamos en una relación: entré en pánico y tuvimos qué hablar. Si no hubiera hablado con ella ese mismo día, hoy seguramente iría en camino a ser padre.

Es que es así: para las mujeres una relación «va en serio» cuando en tu situación sentimental aparece ella y viceversa. Eso sí, vos tené cuidado con colgar fotos cuando te vas de rumba, no dejés que te etiqueten, porque las mujeres lo ven todo; ellas no te dicen nada, parecen no enterarse, pero sí lo hacen. Las mujeres en tu Facebook son como la CIA, como los extraterrestres, como la Coca Cola de 5 litros, todos saben que existen, pero nadie lo puede comprobar.

10/06/2010

Resaca de los veintitantos

La vida me pasa de lado mientras miro el calendario. Diez de junio de dos mil algo; supongo que nueve o diez. Es la una y poco más de la tarde, no hace calor, no hace frío, no hace nada en este cuarto. Estoy solo con mis ideas, mis libros, varios miles de pesos y la lata de una Budweiser de cumpleaños. Desasosiego puede ser la palabra que estoy buscando para definir la resaca de estos veintitantos años.

Esta quietud que me lleva del espanto a la paz es interrumpida por canciones y laberintos mentales. Por lo menos es de día, tengo diez minutos libres y puedo sentarme a describir cómo la vida me pasa de lado y le sucede a los otros, mientras yo espero que me suceda a mí.

De noche no consigo dormir desde hace un tiempo. De día tengo sueño, pero no consigo el descanso. Miedo, angustia, dolor, ganas de describir la mierda ajena, vergüenza y decepción propia es lo que siento cuando aún faltan varias horas para que salga el sol. ¿Que por qué no escribo en la noche y hago catársis? El miedo me paraliza. Escribo de día porque estos rayos de sol, a los que les huyo cada que puedo, me hacen recordar que estoy vivo y que ella está conmigo; de nuevo, vuelve y juega, para siempre.

«Para siempre», vaya expresión. Todo dura «para siempre», siempre y cuando lo traigamos a colación. Nuestro primer beso, por ejemplo, todavía es vigente, es «para siempre» como todos los primeros besos. Las cicatrices que tengo me dicen que todo se cura, que los dolores del pasado nos hacen quienes somos hoy, aunque no los recordemos. «Para siempre» es un minuto y toda la vida y los pájaros que migran en invierno. «Para siempre» bien puede ser «te invito a un café», «te ves muy linda sonriendo», «casémonos», «esto no funciona más» o «andáte a la mierda». A voluntad todo es «para siempre» o todo se borra de inmediato: cuestión de elegir.

No puede ser que haya estado tanto tiempo sin escribir pendejadas en este blog, esa es la razón por la que tengo tanta basura acumulada; tanto hastío. Me pasa que miro mi agenda y no consigo juntar dos horas libres al día, sin embargo les voy robando un poco de tiempo a cada uno de los proyectos que dirijo y conformo para hacerla feliz, para vivir.

Ahora vuelvo a mirar mi agenda y me percato que hace un tiempo anoté: «escribir en el blog». Imagino que tenía una idea acerca de un texto, quizá un chiste, cualquier cosa; ahora no recuerdo nada pero aquí estoy, escribiendo sin escribir, contando sin contar. Patético.

Alguien toca el timbre, yo no pienso abrir —para variar—. Total es alguien vendiendo la quintaesencia de la libertad o un seguro para no morir sin sentido.

Vuelvo a mirar el calendario. Sigue siendo diez de junio, sigue siendo la una y algo de la tarde, sigue sin hacer ni calor ni frío y sigo estando solo con mi resaca de veintitantos años.

Daniel.

3/12/2009

El Word no enseña a escribir

Lo digo y lo sostengo —sin mucha fuerza porque es liviano—: EL WORD NO ENSEÑA A ESCRIBIR. Ustedes estarán pensando, ¿pero qué pasó, de qué va esto? Y es que no es nada del otro mundo, sólo que estoy cansado de que la gente crea que el Word enseña a escribir.

El Word en cualquiera de sus presentaciones, más que todo en las que tienen licencia —es decir, no tanto el del Open Office—, es una excelente herramienta para los que se decidieron a juntar cinco neuronas y escribir tres párrafos llenos de errores de redacción, ortográficos, tipográficos y, en la mayoría de ellos, psicológicos. La maravilla de esta herramienta es que no hay que saberse las reglas ortográficas de nuestro hermoso y, cada vez más deteriorado, idioma, ya que el Word automáticamente te corrige si escribes mal alguna palabra. Verbigracia si se escribe «exito», Word lo corrige tan rápidamente por «éxito» que el que escribe no alcanza a notar que escribir «exito» fue un error. Sí, esto de la corrección automática es útil y práctico, yo no digo que no lo sea, siempre y cuando se conozca el lenguaje en cuestión; todos podemos equivocarnos y enviar el dedo a la tecla equivocada.

El problema es que, repito, WORD NO ENSEÑA A ESCRIBIR. En nuestro idioma hay palabras que suenan igual, pero por su forma de escribirse tienen distintos significados, las conocidas palabras homófonas. Así que «vaya» suena igual que «baya» y que «valla», pero ni el aviso publicitario, ni el arbusto de frutos, tienen algo que ver con la orden de ir hacia algún lugar —a menos que se diga «vaya hacia la baya que está al lado de la valla»—. Así tenemos a muchísima gente que nunca ha leído nada en su vida —cuando digo nada, me refiero a que en el mejor de los casos leen a sus iletrados amigos por messenger— y se disponen a escribir, hilando sus cinco neuronas, un par de párrafos. ¿Habrase visto alguna vez tantos errores ortográficos juntos? Hace poco tuve la extraña sensación de leer, vía facebook, la palabra «haci», queriéndose referir a «así»: tres errores ortográficos en una palabra que realmente tiene sólo tres letras me parece más estulticia que ignorancia. A este individuo el Word lo hubiera corregido, ya que «haci» es una de las palabras que se marcan como errores pero no se corrigen automáticamente. Aunque, no nos hagamos tantas esperanzas, es posible que el caballero en cuestión pensara que se trataba de un sustantivo y lo corrigiera como «Haci».

Ya está claro: el Word enseña tanto a escribir como la televisión nos hace crecer llenos de valores, exactamente igual. Ahora, sabiendo eso, ¿por qué la gente se empeña en escribir y escribir sin antes tomar un libro —o leerlo, en todo caso— y, como mínimo, tener una referencia literaria? Ya basta con eso, por favor. El lenguaje escrito es una copia del lenguaje oral y aunque yo conozca mucha gente que hablan mal pero tienen buenas ideas, el sólo hecho de oirlos hablar de esa manera, me desanima, me estresa y, con mi personalidad neurótica, me dedico a corregirle mentalmente los errores —no confundir con «corregirle los errores mentales»—. Por mi parte, estoy muy orgulloso de no cometer tantos errores como antes y poder decir a viva voz: ¡ke biban los ortográfia!

Daniel.

2/12/2009

Entrada con un año de retraso

Cada que viajo, procuro prestar toda la atención antes de sacar mi cámara y tomar dos o tres fotos, que con seguridad veré acompañado y alguna me sorprenderá por no recordar haberla tomado. Desde hace un año que me vengo diciendo que debo escribir acerca de la primera vez que conocí a Buenos Aires, en vez de guardarlo solamente para mí, así que aquí voy. Disculpas pido de antemano si falta claridad en los hechos, si mi viaje se hace estrecho, si me toma por las malas el recuerdo que no fue, si queriendo me despido y envejezco sin querer, si no alcanzan las palabras, el cigarro o el café.

Pisé el cielo de San Telmo, mordí de la Boca sus bragas —en la Bombonera dejé las pocas muchas agallas que le faltan a mi infierno—, mi reloj explotó en Palermo y perdí tres mil batallas. No me monté en el subte ni tome fotos de él, pero sí tangos canté frente a la foto de Gardel. Por la 9 de Julio olvidé la costumbre de regalar carcajadas y en Corrientes, a las patadas, reviví los sueños más lindos, hacer de escribir un oficio, con nicotina y cebada.

Las mentiras aprendí viendo la Casa Rosada, me senté en la desolada banca de Plaza de Mayo y vi cómo fueron los años llevándose por los caños al granero del mundo, mientras los argentinos en un sueño profundo seguían comiendo asado, tomando vino y puteando al destino —o da lo mismo: al presidente de turno—.

¿Y de Cortázar, y de Quino, y de Piazzolla? Constaté que hay que ser piola para ser bien recordado, los amores del pasado no vuelven si sigue el duelo, el amor no viene del quiero —vacío, con sabor a nada—, con humor se llena el alma, se tiran mejor los dados, se renuevan los cansados deseos de seguir vivos, sin reyes y sin castillos suena mejor «te amo».

Hace un año pasó todo y yo sigo recordando, como si pintara borrando,
que lloré en Plaza Dorrego viendo bailar un buen tango. Creo que no olvidaré que en Buenos Aires amé a las morochas de paso, las que cambiaban de un tajo corazones por salvamés. Me asusté al ver cómo pasaban las becarias con los artistas, y llevé de la mano turistas que no entendían una mierda, que se conmovían de Evita y su revolución de izquierda y creyendo en el castellano mezquino, no aprendieron tres palabras del buen lunfardo argentino.

Y yo alargando las noches, tirándome de los coches, vomitando los escritos, regando por Buenos Aires los amores malditos que me matan a reproches. Y yo haciéndome el vivo, el que todo lo ha vivido, el que si no gana empata y al que nada le ha dolido. Y yo sin cerrar este texto y mucho menos el viaje que ha agrandado mi equipaje eliminando pretextos, quitándole miedo al miedo de querer por no querer, guardando las viejas fotos, colándome entre los locos, siendo uno de los pocos que aman sin merecer, haciéndome mi suerte, burlándome de la muerte, recordando sus pisadas por si no la vuelvo a ver. 


Daniel.