5/07/2010

Una crónica de concierto

Si alguien me lo hubiera dicho hace siete años no lo hubiera creído. Pero ahí estaba Silvio, a menos de 200 metros, cantando para mí. El Daniel con 16 años, y con muchas menos penas, hubiera coreado todas las canciones del señor Rodríguez como si el mundo se fuera a acabar; sin embargo, algo pasó en estos siete años, algún Daniel la cagó y nos desvió del rumbo.

«Listo, compadre, nos vemos entonces a las cinco allá, no faltés, un abrazo», dije antes de colgar el teléfono. Eran las 11 de la mañana y Carlos había pasado la noche despierto, pero aún así yo no lo iba a dejar descansar demasiado, él tenía el guaro y la cita en la noche era con Silvio —y con Carlos... y con el guaro que llevaría Carlos—. Aparte de Carlos, también había hablado con otros amigos para verme en el concierto.

El jueves era un día de luto agridulce. Por una parte estaba el concierto que otrora hubiera disfrutado hasta el paroxismo, por otra parte ella se iba al Bagre para hacer un mes de internado, yo sólo podía aprovechar el tiempo que le sobraba para entregarle un par de libros que le servirían a modo de compañía durante la estadía en aquel pueblo al lado del Magdalena. El jueves aprendí que a uno no le enseñan a despedirse. Es de esas cosas que no se hacen más fáciles, tampoco, con la práctica y los años.

A las cuatro, yo, es decir este Daniel de veintitantos años, estaba camino al concierto, acortando camino y saltándome la entrada con su respectiva requisa, sin quererlo, al pasar por la Alpujarra. Si hubiera sabido que no me iban a requisar, como mínimo hubiera entrado dos litros de ron, a uno lo habría bautizado Sergio Fajardo y al otro Alonso Salazar; porque con el primero me hubiera puesto feliz y con el segundo hubiera quedado llevado del putas.

Cuando avancé lo que más pude en el tumulto, comenzó mi aventura: llegar hasta donde Laura. Con Laura en la cotidianidad casi no nos vemos, más por una cuestión geográfica que por otra cosa. Ella vive donde el viento se devuelve, donde la electricidad llega en canoa, donde el agua llega pidiendo jugo, allá vive; sí, en la mierda. En un concierto hay tres etapas básicas: madrugada, también llamada pretumulto; tumulto, conocida a su vez como preconcierto de sudoración multitudinaria intervenida y cooperada; y concierto. Yo estaba en la segunda etapa. En ese punto del tumulto, porque este a su vez tiene diversos estadios, ya había descartado la opción de verme con otros amigos que estaban... bueno, no me acuerdo dónde estaban.

Sabiendo que estaba a treinta personas de distancia de mi amiga, avanzar entre la gente era imposible, todos estaban sentados en la calle, en la acera o en los muslos de sus compañeros de tumulto; la situación era insufrible.

Es muy curioso que cuando tenés algo en común con alguien y hay una espera compartida, fluye una conversación. En mi caso hablaba con todos los que estaban solos mientras esperaban a que todos se pararan para avanzar hasta donde su grupo de amigos.

Desde que tengo memoria me ha encantado conocer gente. Soy de esos tipos que inician una conversación en una tienda del barrio a las 9 de la mañana y a la tarde termina tomando café en el centro con la misma persona. Cualquier pretexto vale, para mí, a la hora de entablar una conversación: la inmortalidad de Highlander, la barba de Hussein, la programación de Teleantioquia, el capítulo 1.658 de Padres e Hijos, la evolución quirúrgica de Michael Jackson, las aventuras de la patasola; cualquier cosa.

Conocí de todo, muchos rolos que habían viajado toda la noche sólo para ver a Silvio, varios costeños aficionados a la música protesta —lo juro— y hasta a una paisa, entrada en los años, que sentada en el piso quería aprovecharse de su puesto, vendiendo la pasada. Sí, levantar una pierna y luego la otra, por encima de su diminuta estatura costaba, según ella, doscientos pesos; lo triste es que vi pagar a más de un incauto.

Dos horas después conseguí avanzar hasta llegar donde mi amiga y su grupo de amigos. Laura y sus amigos eran más bien jóvenes... y sobrios. Yo, que esperaba todavía a Carlos y el litro de aguardiente, sentía que era el ser humano más sobrio en todo el concierto, más sobrio incluso que los amigos de Laura, pues ellos jugaban a pegarse papelitos en la frente, y quienquiera que haga eso no puede estar demasiado sobrio.
Yo estaba aturdidamente sobrio. Comenzó a cantar Jorge Drexler y yo seguía sobrio. Cantó la segunda canción y yo sobrio. Cuando comenzó a cantar la tercera, propuse lo que en otros grupos del tumulto habría sido un suicidio:

— Muchachos, ¿qué tal si nos vamos afuera del tumulto, compramos aguardiente y nos lo tomamos tranquilos?

Para mi sorpresa, y la de ellos porque no creo que se esperaran tal propuesta, aceptaron. Y fue en la cuarta canción de Drexler que nosotros, el grupo de gente y mi sobriedad, fuimos abriéndonos paso entre gente malhumorada por la espera. Cinco minutos después, en la sexta canción, yo estaba paladeando el primer trago del concierto y no jodí más al atormentado grupo de mi amiga Laura.

Cinco minutos habían pasado desde que hablé Carlos, quien estaba en la fila para ingresar al concierto, cuando escuché a alguien dando alaridos a cincuenta metros. «Paniaaagua», decía la pobre voz. «Paaan —tos y carraspeo— iaguaaa», volvió a gritar, esta vez más estrepitosamente. Yo lo supe enseguida: Carlos. Fui en su búsqueda y, como un sabueso, paraba oreja cada que oía mi apellido en forma de alarido. No supe si era la acústica del Parque de las Luces o mi falta de entrenamiento, pero me tocó llamarlo al celular.
«Paniagua, no me lo va a creer pero los aguardientes me hicieron botar el policía que traía», lo miré fijamente. «Que me lo hicieron botar...», repitió con los ojos llorosos.

— ¿Pero no te lo dejaron tomar?

— Me tomé todo lo que pude... y estoy borracho.

Me sentí orgulloso. Mi amigo, el que había traído el aguardiente desde el otro extremo de la ciudad para compartirlo conmigo, en el acto más desprendido que se puede uno imaginar, se sacrificó para evitarme tener una resaca y se tomó, de un tirón, todo el licor. Ese es un amigo. Desde la infinita sobriedad que padecía, me atacó el gusanito de la envidia, pero treinta segundos después, ya cuando Drexler estaba cantando su última canción, compramos medio litro de aguardiente y solucioné el problema.

Como ya era hora de ir a buscar puesto para ver el concierto, caminamos Carlos, dos amigos y yo, rumbo a la fila. Antes de irme, me despedí del grupo de Laura, que esta vez jugaba a otra cosa que no consigo recordar.

Conseguimos un excelente puesto, nos tapaba la vista un árbol, no se oía más que el eco y los compañeros de tumulto no podrían haber estado mejor: la mitad de los que nos rodeaban estaban fumando marihuana, la otra mitad estaba borracha, a excepción de Sergio y la novia —dos individuos que el buen Carlos decidió invitar a tomar, sólo por echarle los perros a la novia; razón loable, por cierto—.

Tras una corta espera salió Silvio Rodríguez y el asunto fue otro. La mitad que estaba fumando comenzó a lanzar teorías acerca del origen de las canciones; por ejemplo que Sueño con Serpientes había sido una premonición de que al gobierno de Uribe no lo iban a poder bajar nunca del poder porque «la mato y aparece otra mayor». La mitad que estaba borracha comenzó a saltar y a hacer pogo en el Unicornio y en Ojalá; incluso algunos hicieron pogo con las fallas de sonido. Por su parte, Sergio y la novia seguían recibiendo guaro de Carlitos, que de vez en cuando aprovechaba para guiñarle el ojo a la novia y echarme la culpa a mí.

Cuando Silvio concluyó su presentación, todos pensamos que el concierto había llegado a su fin y al pobre de León Gieco le tocó darle un concierto al 30% de los asistentes. Si tan sólo yo hubiera tenido una programación, me hubiera quedado a disfrutar del concierto, pero después me enteré que sólo la recibían aquellos que entraban oficialmente; así que mi entrada por la Alpujarra fue doblemente aprovechada.

Noche inolvidable aquella. Pronto, si recuerdo, escribiré la segunda crónica de concierto, esta vez del concierto de Suárez Paz, Aterciopelados, Zoe y Fito, entre otros. Pero eso será ya harina de otro costal.

Daniel.

5 comentarios:

HelixAspersa dijo...

Me toca de incógnito no vaya a ser que me siga hechando al agua en sus siguientes crónicas (evento que seguramante pasará). Su insolencia es tan limpia como su amistad un sincero abrazo compadre.

Laura Ruíz Sossa dijo...

Excelente! pobre de los amigos de Laura no? más locos que 890 unos niños!

Me gustaria leer la segunda cronica, esta si que debe ser la mejor.

Tatiana Brito dijo...

Me gustó mucho el sacrificio de tu gran amigo para evitarte la resaca...definitivamente ese si es un gran amigo!!

La gente se debe ganar la vida de alguna manera. Por qué no estar de acuerdo con la persona que vendía la pasada?

Un abrazo!

Maria Adelaida dijo...

Por ahí me pasó lo mismo, pero yo tuve un amigo menos avispado... igual entre el litro de Ron (de lo cual me siento orgullosa), como? ... no sé, no pregunte, pero Silvio + Ron + Andrés... excelente combinación.
Te estuvimos llamando Dani, queríamos compartirte de ese Ron tan difícil de entrar. Un fuerte abrazo :)

Lina Moreno dijo...

Excelente la historia de Carlos, qué buen amigo definitivamente!!! Excelente crónica...