3/04/2009

Dr. Corazón… Autoterapia

Cuando me levanté esa mañana, me quedaban tan sólo diecisiete minutos y cuarenta y nueve segundos para completar mis tareas matutinas antes de ir al banco –en el tiempo promedio– sin que este cerrara. Me paré de sopetón y me bañé como pude. Luego de secarme y de vestirme, me miré al espejo y, después de lavarme los dientes, noté que cuando me reía, me dolía. Dejé pasar este hecho, como muchos otros que dejo pasar en mi vida, y no pensé en él más. Eso fue hace casi un año. No es capricho mío contarles esto, ni siquiera me hubiera acordado si no me hubiera visto hoy al espejo y hubiera notado que al sonreír, me dolía. Y es que, haciendo memoria, hace muchos meses que vengo oyendo chistes de las mejores calidades –verdes, negros, blancos– y cuando alcanzo a esbozar una sonrisa, por dentro me duele. Es un tirón que va desde el estómago, el cual hace que me encorve un poco y que frunza el ceño, como si de repente el chiste no me gustara o yo tuviera una mejor versión. «Esto ya se pasó de castaño a oscuro», le dije una vez a un odontólogo que me examinó, él dijo que yo no tenía nada raro, que necesitaba sólo una ortodoncia pero que no tenía por qué dolerme, pero yo le seguí diciendo que esto se había pasado de castaño a oscuro hasta que él salió por la puerta del consultorio para llamar a la seguridad –o al manicomio–.

A modo de diario, este texto lo empecé hace un par de días y lo continué no más porque ayer, mientras le contaba a una amiga mi dolor cuando me reía, ella me miró a los ojos dulcemente y me dijo «yo te puedo arreglar eso». Acto seguido me besó, me acarició el cabello suavemente y me dijo «dime si te duele ahora»: la sonrisa fue natural e indolora. Corrí emocionado al baño para mirarme y sonreí como un demente delante del espejo del baño, «¡Puedo reír, no me duele, puedo reír!», dije en mi locura. Cuando salí del baño ya mi amiga se había ido, me dejó una carta que decía que si el dolor en la sonrisa continuaba, la llamara para un análisis más profundo; no entendí y la llamé, pero cuando le dije que como amiga era la mejor doctora del mundo, ella se calló y, al parecer, se cayó. Yo me devolví tranquilo a mi casa, demasiado tranquilo como para mi cotidiano quehacer. Entré a mi casa pensando en mi amiga, la doctora sin estudios, y me metí rápido en el baño. Cual rutina de actor, me miré al espejo, primero de frente, volteé la cara, cerré el ojo derecho, cerré el ojo izquierdo, ojos entrecerrados, ojos grandotes, tres cuartos de perfil derecho, tres cuartos de perfil izquierdo, mentón arriba, mentón contra el cuello… ya estaba listo para sonreír. Primero empecé arqueando las cejas, como diciéndome «mirá que lo lograste, sos un campeón, ya no te duele la sonrisa», pero cuando mis labios comenzaron a dibujar ese extraño semicírculo, algo en el fondo de mi estómago volvió a removerse, esta vez con mayor fuerza que las veces anteriores.

Salí del baño y me acurruqué en mi sofá abrazando mis rodillas, no podía ser, ya me había examinado un odontólogo y una doctora sin estudios, que me dio un remedio temporal, pero aún no podía reírme sin dolor. «¿Qué debía sufrir en esta vida? Si la risa es el alimento del alma, es la esencia fundamental del amor, es una de las manifestaciones más espontáneas del ser humano…», pensaba yo, mientras me acariciaba el cachete derecho –que lo admito, es el que mayor dolor manifiesta al sonreír–. De repente algo en mí se iluminó, creí saber la respuesta a mis males, así que comencé la rutina: volví al baño, esta vez lentamente, me miré al espejo, primero de frente sin muchas ganas, volteé la cara insípidamente, cerré el ojo derecho, cerré el ojo izquierdo, entrecerré los ojos, luego los abrí lo más que pude, giré tres cuartos de perfil derecho, luego tres cuartos de perfil izquierdo, mentón arriba, mentón contra el cuello, dejé la mente en blanco y comencé a esbozar una pequeña sonrisa. Cuando no me dolió, volví a sonreír y esta vez emití un sonido leve. Un minuto después me reía frenéticamente en mi baño, me reía felizmente, estúpidamente, inteligentemente, de espaldas, contra el suelo, bocabajo. Fue ahí, en mi baño, que comprendí el secreto para la risa indolora y natural: desde entonces dejé mi pasado donde debía estar.

Daniel.

1 comentario:

Kellyest dijo...

Creo que nuestras sonrisas, las sonrisas que nos dan ese confort son las que llegan sin búsquedas, sin aviso, porque las merecemos… llegan ese día cuando nos olvidamos de mirar al espejo para ver si ya no duele más.
Hay risas de risas, risas por el ayer, risas inocentes, maliciosas, de bienestar y hasta las generadas por el mal ajeno, pero yo particularmente prefiero las que me hacen doler el abdomen, me da la sensación que son de las que duran más y que son generadas por cualquier cosa sin mucha importancia. Esas son las que me hacen verle mas encanto a cualquier momento de mi vida.

PD: Sin duda y a mi parecer uno de los escritos tuyos q mas me ha gustado, Un abrazo mi Dany.